Hace casi 50 años, en una entrevista de la televisión española, Borges se preguntaba, ¿irónico?, si era posible explicar algo. Los griegos de la antigüedad, ocho siglos antes de Cristo, habían intentado despejar esa duda borgiana con el mito de Sísifo, cruel y manipulador rey de lo que actualmente es la ciudad de Corinto, a quien Zeus castigó condenándole a empujar una enorme piedra redonda hasta la cima de una montaña para inmediatamente después, una vez lograda la hazaña, verla rodar ladera abajo hasta la base de la colina y vuelta entonces a empezar. Una y otra vez, hasta el fin de la eternidad.
Muchísimos siglos después, en 1940, Samuel Beckett interpretó aquel relato fabuloso con una obra, Esperando a Godot, la más emblemática pieza del teatro del absurdo (es decir, del teatro de la sinrazón), en cuyos dos actos, Estragón y Vladimir, protagonistas de quienes nada nos dice su creador, esperan pacientemente bajo un árbol la llegada de un tal Godot, de quien tampoco sabemos nada, nos cuenta Beckett. A lo largo de ese primer acto, mientras ambos esperan, pasan por el lugar diversos personajes hasta que, al final del acto, Godot les manda con un niño el mensaje de que no acudirá a la cita, pero que sí iría el día siguiente por la tarde. En el segundo acto ocurre, con leves variaciones que solo reflejan el paso inexorable del tiempo, exactamente lo mismo. Estragón y Vladimir siguen esperando bajo el mismo árbol, hasta que finalmente llega el niño con idéntico mensaje: Godot tampoco podrá reunirse con ellos en esta ocasión, pero vuelve a decirles que al día siguiente sí. Vladimir y Estragón se miran. Uno le pregunta al otro, “¿Nos Vamos?”, y el otro le responde, “Vamos.” Pero ninguno se mueve. Y cae el telón.
Dos años más tarde, Albert Camus publicó El mito de Sísifo, su visión de la fábula mitológica: la esencia de la existencia humana es que carece de significado. Nada ocurre, nadie viene, nadie va. Es terrible, escribe. Una situación que, ante la ausencia de esperanza alguna de cambio, solo le presenta a los humanos, sometidos a ese ineludible suplicio de Sísifo, dos únicas salidas posibles, la rebelión o el suicidio.
Reducido ese hondo drama existencial al microcosmos político venezolano, tengo la impresión de que, quienes vivimos en esta tierra de gracia que Colón descubrió para la imaginación europea en su tercer viaje, y que el creía que eran “las Indias”, estamos condenados a sufrir ese castigo continuamente, bien porque lo dice alguna ley redactada para ajustarse a los intereses de algunos, bien por el capricho de las circunstancias. En todo caso, quienes tienen el poder de hacerlo convocan a los ciudadanos cada cierto tiempo a participar en actos de votación, un rito al que, en el marco formal de lo que llamamos democracia representativa (aunque en realidad no lo sea), los ciudadanos votan y eligen a uno u otro candidato a ocupar cargos públicos. En teoría, un ejercicio impecable de poder ciudadano, en verdad tortuosa adjudicación de cargos, pero que sobre el papel sirve para definir al sistema democrático, a pesar de que ese supuesto derecho a elegir no tenga asidero (al menos algo de asidero) en la realidad política.
Esta ceremonia periódica de empujar una enorme piedra electoral hasta la cima de un monte se reproducirá este domingo 25 de mayo. Una cita a la que se convoca nuevamente a los ciudadanos venezolanos que se encuentren en el territorio nacional (una cuarta parte de la población ya se ha marchado del país, equivalente posmoderno del suicidio existencialista y el teatro del absurdo que los excluye del derecho a votar) y se les invita, una vez más, como si fuera una opción real, a empujar todos juntos cuesta arriba esa enorme piedra redonda llena de votos que nadie contará.
En nuestro caso, a la cumbre del también muy simbólico cerro Ávila. Rutina cuya absurda y mecánica manipulación será una vez más la negación de esa soberanía popular que se supone deben poner de manifiesto los venezolanos al depositar su voluntad en las urnas electorales.
Ante lo que a fin de cuentas constituye una reiterada negación de la inteligencia de los ciudadanos, tras 26 años de más de lo mismo, sin que nada tenga en verdad sentido, quienes de un lado y otro insisten en el valor y el significado de llevar este inmenso peso muerto hasta el más descomunal límite de las elasticidades, de nuevo condena a los ciudadanos, voten o no voten, a vivir la reiterada mentira electoral del actual proceso político venezolano, y los condenan a convivir con el engaño de aceptar, así sea a regañadientes, las mentiras por verdades de un mundo por venir al que la mayoría del país no conocerá ni vivirá jamás. Patético dilema este de votar o no votar que volverá a presentársele a los ciudadanos este domingo, como si en efecto esa decisión tuviera alguna consecuencia, positiva o negativa, en el desarrollo del sísifico drama nacional.
Por supuesto, los convocados ya han sido picados en múltiples ocasiones por esta culebra. Vaya, están curados de espantos, sobre todo, después del percance experimentado el pasado 28 de julio. Paso en falso que ni siquiera nos permite pasearnos por esa falsa disyuntiva de votar o no votar, porque los ciudadanos, hartos de las manipulaciones de todos los colores, de las mentiras repetidas con ciego automatismo y de los más grotescos desafueros de siempre, no parecen estar dispuestos a caer de nuevo en la trampa sin salida de Sísifo. Ahora, ya con la convicción de que Godot no llegará este domingo, rechazan la opción de suicidarse como solución a su trágica condena y han decido emprender el camino de la rebelión, tal como proponía Camus, negándose a asumir el resignado papel de Vladimir y Estragón y negándose a seguir esperando, inmóviles y sin la menor ilusión, la llegada de un Godot implacablemente resuelto a no llegar. ¿Será ese el final de la historia?
Armando Durán