Hubo un tiempo en que a los presidentes se les evaluaba por la elegancia poética de su discurso inaugural o por el simbolismo de su primer informe a la nación. Donald Trump prefiere las órdenes ejecutivas —142 en sus primeros 100 días, para ser exactos—. Su segundo mandato, lejos de ser una improvisación caótica, está revelándose como algo completamente distinto: una campaña metódica para redibujar el mapa económico global, arancel por arancel, acuerdo bilateral por acuerdo bilateral.
Los críticos de Trump aún se aferran a la ilusión de que sus votantes son una anomalía estadística, o peor aún, un error del sistema. Las encuestas le atribuyen apenas 35% de apoyo, ignorando —o fingiendo ignorar— que ganó el voto popular en 2024 y se impuso en los 7 estados clave. Pero esta no es una historia de negación electoral. Es una historia de error estratégico.
Mientras los centros de pensamiento en Washington lamentan la pérdida del multilateralismo, la administración Trump está reconfigurando la arquitectura comercial desde Hanói hasta Hyderabad. Hay acuerdos en marcha con la India, Vietnam y Corea del Sur. Los aranceles, antes despreciados como reliquias del pasado, se han convertido en herramientas de poder. ¿Y los votantes del presidente? No se quejan. Al contrario, ven a un gobierno que por fin habla su idioma: producción, no retórica.
La retórica es directa —“Compre americano, contrate americano”— pero la intención es clara: revivir la industria nacional, reducir la dependencia de potencias adversarias y orientar la política económica hacia aquellos que fueron ignorados por el brillo superficial de la globalización. Fontaneros antes que profesores. Cadenas de suministro antes que cotizaciones bursátiles.
Incluso las grandes empresas estadounidenses, antes alérgicas a cualquier noción de política industrial, comienzan a leer los signos del cambio. El plan de Trump para reducir el impuesto corporativo a 15% viene con condiciones: producir aquí, investigar aquí, contratar aquí. Es una oferta atractiva, especialmente cuando se combina con un nuevo clima público que, lejos de temer a los aranceles, exige justicia en el comercio.
Ahí es donde radica el verdadero riesgo para los ejecutivos y los inversionistas que tratan el regreso de Trump como ruido político. No lo es. Es un giro estructural. Uno que premia la adaptación y castiga la inercia.
Malinterpretar esta presidencia es repetir el mismo error dos veces. Y en el mundo de los negocios, fallar en la predicción a menudo conduce a la irrelevancia estratégica. Se está redactando un nuevo orden económico. Quienes lo descarten por el simple hecho de que no les gusta quien lo lidera, podrían terminar negociando desde la periferia, si es que son invitados a la mesa.
Antonio de la Cruz