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Lo público y lo privado son instancias distintas de la vida de la sociedad y de la peripecia de los individuos, hasta el punto de que las leyes se ocupan de establecer expresamente sus linderos. Corresponden a espacios diversos, condenados a juntarse, pero también a mostrar una singularidad a través de la cual se determina que no son lo mismo.

 

Lo privado explica lo público debido a que lo interpreta desde la intimidad de los aposentos, desde el detalle de los diarios personales, desde las cuentas quejosas del ama de casa o desde el sigilo de los sobres lacrados, por ejemplo; traductor fiel y habitualmente certero de los episodios que suceden en la calle porque no está sujeto al escrutinio de la sociedad, ni a la presión de los poderes establecidos.

 

Es un espacio que merece protección porque constituye una alternativa de libertad del hombre sencillo, pero también del personaje influyente, cuyas respuestas frente a lo que sucede más allá de los contornos que domina son un testimonio imprescindible de lo que de veras importa a los seres humanos frente a los desafíos de la realidad. La confusión de tales escenarios, inocente o intencional, produce un revoltillo peligroso e indeseable.

 

Lo privado también incumbe a los políticos, o a la gente con poder y dinero, y nadie tiene el derecho de entrometerse en las cosas que manejan con sus amigos y colaboradores a menos que el bien común corra un riesgo severo e inminente.

 

Las leyes los protegen, así como se ocupan de custodiar las reacciones del sujeto humilde que desembucha reproches contra el mal gobierno frente a su resignada esposa. Pero desde hace tiempo han perdido ese derecho, ese respiradero, esa alternativa legítima de comunicación sin trabas. Un enjambre de micrófonos y cámaras ocultas se ha ocupado de convertir en teatro abierto lo que en principio está destinado a un grupo reducido de interlocutores.

 

Seguramente estemos ante un entrometimiento que viene del período de la democracia representativa, fisgona como otras administraciones, pero no se había convertido en herramienta de descrédito ni en espectáculo masivo como sucede en los tiempos de la “revolución”.

 

En la última década lo privado de los políticos, o de los empresarios, se ha exhibido en lamentables emisiones de televisión que transmite el canal del Estado, o en programas de albañal dependientes del régimen, divorciados de la legalidad y separados de lo que habitualmente uno ha considerado como decencia.

 

Se trata de machacar la perversidad del enemigo para que el pecado deje de ser supuesto y se convierta en verdad incontestable, para que nos sintamos rodeados de sujetos ominosos que se deben eliminar mediante meticulosos trabajos de sanidad, para reafirmar la sensación de una cruzada capaz de conducirnos a un estadio de republicana pureza para cuyo establecimiento vale cualquier tipo de método.

 

La operación aberrante, la zancadilla prohibida por las reglas elementales de las colectividades civilizadas, ya no son monopolio de los manipuladores de la opinión al servicio del oficialismo. Ahora forman parte del arsenal de la oposición, que ha iniciado escaramuzas mediante la utilización de armas idénticas.

 

Quizá los que se estrenan en ese tipo de faena no sean expertos en espionaje como sus rivales, sino apenas inseguros aprendices; ni manejen los recursos que ellos manejan, ni hayan pasado hasta ahora por propaladores de porquerías como aquellos que los han precedido en numerosas puestas en escena, pero los están imitando con una fidelidad pasmosa.

 

Ahora quieren medir con la vara que los ha medido, y parecen satisfechos por el debut en una parcela que jamás habían cultivado.

 

Tanto, que anuncian la aparición de nuevos capítulos. Tanto, que parecen disfrutar el nuevo rol que les ha deparado un declive moral que no han promovido, pero en el que comienzan con entusiasmo a participar.

 

¿Han sentido el olor del pantano que comienzan a mover? ¿Saben que, con sus grabaciones y sus videos, pueden provocar generalizaciones injustas? ¿Se han preguntado si la sociedad que los apoya merece que la involucren en ese tipo de tarantines deleznables? Deberían recordar que lo privado explica lo público, y usualmente llega a conclusiones implacables.

 

Elias Pino Iturrieta

 

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