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Nicolás, Cordon Bleu

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Nicolás, Cordon Bleu

 

Mucho ha elogiado la crítica gastronómica la llamada «cocina de pobres». No sólo por su sencillez, sino por la creatividad que, estimuladas por la necesidad, se expresan en espléndidos sabores a partir de las más elementales materias primas. Se sabe, por ejemplo, que la paella, esa suntuosa preparación a base de arroz, carne de pollo o conejo y productos del mar, fue alguna vez elaborada con caracoles y ratas que abundaban en los pantanos y albuferas de Valencia; arroz para gente de escasos recursos que, a falta de pan, descubrió que también eran buenas las tortas. Sí, el hambre estimula la imaginación.

 

 

 

Charlot, en La quimera del oro, hace de los cordones de sus estropeados zapatos un ilusorio plato de spaghetti que devora con fruición. Sin llegar al extremo de Chaplin, poblaciones enteras se alimentan con culebras, insectos y todo bicho de uña. Lo que no mata, engorda. Productos que alguna vez fueron destinados a la dieta animal, como el maíz y las papas, sirvieron de antídotos contra las hambrunas que azotaron el viejo mundo.

 

 

 

Resulta paradójico que en tiempos convulsos se luzcan los grandes cocineros y gastrónomos con invenciones que, aunque tentadoras y seguramente deliciosas, no dejan de ser una bofetada a la pobreza. Tal vez por eso, los meritorios chef que han elevado el trajinar en los fogones a la categoría de arte no apellidaban con sus nombres los platos de su invención, sino con los de sus empleadores.

 

 

 

La poulard Demidov debe su denominación a Casimir Moisson, cocinero jefe de la Maison Dorée, quien así bautizó esa volátil aderezada con trufas y fondue de legumbres preparada a instancias del príncipe Anatole Demidov; el suculento filete de buey que conocemos como Châteaubriand lo nombro así Montmireil, cocinero al servicio del autor de Memorias de Ultratumba.

 

 

 

Brillat-Severin, ideólogo gastronómico, que vivió los turbulentos años de la guillotina, y autor de La fisiología del gusto, inventó un plato reputado de glorioso, oreiller de la belle Aurore ­Aurora se llamaba su madre­ que ningún restaurante sirve dada su complejidad (es un pastel relleno de faisán, foie gras, perdices, y carnes de conejo, liebre, pollo, pato, cerdo y buey, amén de champiñones, pistachos y especies varias, cuya cocción reclama 24 horas de paciente dedicación). La lista es larga y el espacio exiguo.

 

 

 

Hay quienes sin proponérselo revolucionan la culinaria. Pero nadie como el chef Nicolás. Con su política agropecuaria que desaparece los alimentos en el aire y de la famosa dieta de hambre que lleva su nombre, logró convertir el arte de cocinar en simple oficio de magos y hechiceros. Hipnotizó a las amas de casa para que no se quejaran y, a partir de la nada, improvisaran imaginativos sucedáneos de la comida para engañar la barriga y mantener el corazón contento.

 

 

 

Siguiendo los consejos cubanos e inspirados quizá en la cocina minimalista, algunas madres dibujan en la vajilla lo que quisieran comer, porque en revolución, de ilusiones también se vive.

 

 

 

Sí, Nicolás es todo un Cordon Bleu, merecedor de estrellas y tenedores. Y hasta de pailas en el infierno.

 

 

Editorial de El Nacional

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