Desde la fundación de la República Popular China en 1949, bajo el liderazgo de Mao Zedong, los sucesivos gobiernos de ese gigante asiático han perseguido la meta de devolverle al país la grandeza de los siglos pasados. Mao consolidó la República, pero su régimen estuvo marcado por errores fatales. El Gran Salto Adelante (1958-1962), que buscaba una rápida industrialización mediante la colectivización agrícola, terminó generando la mayor hambruna del siglo XX, con cerca de cuarenta millones de muertos. A ello se sumó la Revolución Cultural (1966-1976), que en nombre de la “purificación ideológica” produjo más de un millón de muertes, además de persecuciones, torturas y campos de reeducación.
Con la llegada de Deng Xiaoping en 1978 comenzó la gran transformación: modernización, apertura y pragmatismo. Deng afirmaba que socialismo y economía de mercado no eran incompatibles, y defendía que “enriquecerse es glorioso”. Cuando inició su gestión, el 90% de la población vivía bajo el umbral de la pobreza. A su muerte, en 1997, la reducción había sido tan significativa que dos décadas después China declaró erradicada la pobreza rural.
El gran salto hacia la China actual llegó con Xi Jinping, presidente desde 2012. Su gobierno ha impulsado la innovación científica y tecnológica, la modernización económica y una férrea campaña anticorrupción destinada a maximizar la eficiencia de la burocracia estatal.
A principios de siglo, Estados Unidos invertía 270 mil millones de dólares en investigación y desarrollo, la Unión Europea más de 180 mil millones y China apenas 33 mil millones. Hoy, China destina 781 mil millones, casi a la par de Estados Unidos (823 mil millones). Además, el crecimiento anual de esa inversión en China es del 8-9%, frente al 4-5% estadounidense.
Entre 1970 y 2000, Estados Unidos, Japón y Alemania registraban dos tercios de las patentes mundiales, mientras China apenas alcanzaba el 1%. Hoy las solicitudes chinas representan casi la mitad del total mundial. En 2020, el país superó a la Eurozona como la segunda economía mundial, pasando de representar apenas el 3% del PIB global en 2000 a cerca del 20% en la actualidad.
El legado pragmático de Deng y los avances impulsados por Xi han dado sus frutos: según Forbes (2025), de los 3.028 multimillonarios del mundo, 902 son estadounidenses y 516 chinos. Entre los diez mayores bancos globales, cuatro son chinos y ocupan los primeros lugares. Corporaciones como Tencent, Alibaba, Huawei, Lenovo y PetroChina figuran entre las más poderosas del planeta; el país es el primer productor mundial de energía solar y ya ha superado a Estados Unidos en el desarrollo de inteligencia artificial.
Ese progreso descansa en un sistema meritocrático de selección de funcionarios que premia la eficiencia, la ética y la educación como base de ascenso social. La tradición confuciana sigue privilegiando la familia y la comunidad por encima del individuo.
En el terreno educativo, China ha alcanzado estándares comparables a los de las potencias occidentales. En pruebas internacionales de comprensión lectora, sus alumnos de primaria figuran en los primeros lugares, y en la Olimpiada Internacional de Informática para secundaria acumulan 100 medallas de oro, frente a 65 de Estados Unidos. A nivel universitario, cinco instituciones públicas están entre las 50 mejores del mundo: la Universidad de Hong Kong (puesto 11) y la de Pekín (13), entre otras. Sin embargo, esta excelencia convive con una estricta censura académica y política: no existe libertad plena de pensamiento ni de debate en temas sensibles para el Partido Comunista. Esto ha impulsado el crecimiento de universidades privadas con mayor flexibilidad, aunque son más costosas que las públicas, donde igualmente se cobra matrícula.
China funciona con una economía mixta de fuerte intervención estatal, lo que algunos analistas denominan “economía mixta autoritaria”. En lo político, el Partido Comunista ejerce un unipartidismo centralizado, con ausencia de libertades políticas, control sobre la sociedad civil, censura digital y represión de la disidencia. Xi Jinping lo ha expresado sin rodeos: “Jamás seguiremos el camino del constitucionalismo occidental, ni de su separación de poderes, ni de su independencia judicial.”
En definitiva, China busca consolidarse como potencia mundial bajo un sistema que denomina “socialismo moderno”. Un modelo que hasta ahora ha sido exitoso y que ha convertido al país en el principal prestamista global mediante la llamada “diplomacia de la deuda”, con presencia en más de 150 países y en numerosas organizaciones internacionales. Según Xi, para 2049 —centenario de la República— China deberá haberse convertido en la primera potencia mundial.
Sin embargo, el modelo enfrenta retos enormes: escasez de tierras cultivables (apenas el 8% de las del planeta), limitación de agua y energía, y un acelerado proceso de urbanización que vacía el campo. Por eso, para 2024, China había adquirido más de 19,7 millones de hectáreas de tierras agrícolas en 61 países, incluidos Argentina y Brasil, para más de 530 proyectos de inversión.
En todo caso, conviene subrayar que el éxito del modelo chino se ha asegurado bajo un régimen autoritario, ajeno a los valores democráticos y a los principios de la tradición occidental y judeocristiana. Frente a estas realidades, la respuesta debe ser el fortalecimiento de la democracia y la defensa de la libertad en nuestros países, a través de profundas reformas en los sistemas educativos, científicos y tecnológicos y al impulso de universidades comprometidas con esta histórica responsabilidad social y política.
Si China pretende liderar el mundo con un modelo autoritario, la mejor respuesta de Occidente es impulsar planes de largo alcance que fortalezcan la democracia mediante una educación de excelencia, promotora de valores, y sistemas de ciencia y tecnología competitivos. Solo así formaremos ciudadanos libres, capaces de sostener nuestras instituciones democráticas y de respaldar una gestión pública eficiente, sin el lastre de la corrupción.
Quizás la mejor enseñanza venga de un proverbio chino:
“Si haces planes para un año, siembra arroz. Si lo haces para diez años, planta árboles. Si lo haces para toda la vida, educa a una persona.”
José Ignacio Moreno León