Entre los recuerdos de mis primeros años en Caracas, hay un capítulo “sombrío”, que resalto entre comillas, pues al final tuvo un desenlace feliz y al que quiero dedicar el espacio y la atención que merece, por lo significativo que fue para mí. Se trata de lo que mencioné al final de la crónica anterior, y quiero explicarlo, no solo porque fue la razón por la que tuve que regresar, por un corto tiempo a España en 1958, sino también −sin querer asumir más protagonismo del que ya tengo, al contar mis propios recuerdos− porque aunque se diga que aceptar la fragilidad nos hace fuertes, ser víctima de esa fragilidad a la que está sometido cualquier niño, puede dejar marcas, que afortunadamente, en mi caso, se disiparon solas, como vinieron, hace muchos años; lo cierto es que, aunque intentemos edulcorarlo, el sufrimiento y el dolor, son eso, sufrimiento y dolor y por eso me parece importante relatarlo y compartirlo hoy, con el humor que la distancia del tiempo, más de sesenta años, me permiten; y concluir así, con este episodio, los relatos sobre mi inmigración.
El San Juan de Dios
Contaba mi mamá que, de pequeño −tendría unos tres años−, había sido “arrollado” por un “carro de vacas”, en Asturias, y supuestamente pateado por ellas. No recuerdo para nada ese incidente, que no tuvo consecuencias graves en el momento; pero, según mi mamá, esa era la explicación de por qué yo “metía” una de las rodillas cuando me ponía de pie, lo que hacía que me parara torcido −la verdad es que toda la vida, hasta el día de hoy, me he parado torcido−. Lo cierto es que esa postura mía se fue acentuando con el tiempo, y a los siete años, preocupados, mis padres decidieron llevarme a un médico.
Fuimos al Hospital San Juan de Dios, que en aquella época quedaba en Las Delicias de Sabana Grande, y allí me vio el Dr. Jorge Figarella Tovar, quien era una eminencia en traumatología en ese entonces. Tras examinarme y hacerme una radiografía de la columna, esta salió desviada. No sé muchos detalles más, pero el tratamiento, mientras se decidía si era necesario operar, consistió en adaptarme unos aparatos ortopédicos en ambas piernas, desde la cintura, que incluía botas, y hacer fisioterapia varios días a la semana. Los aparatos me los hizo un ortopedista especializado, cuyo taller quedaba por El Cementerio y del que solo recuerdo que se inundaba con las lluvias; la fisioterapia la hacía en el mismo Hospital San Juan de Dios.
Los aparatos ortopédicos
Por supuesto, el uso de los aparatos, a los siete años de edad, cambió mi vida. Al menos tres fueron los impactos principales de esos aparatos. El primero fue, para mí, enteramente positivo, pues debía usar pantalones largos −¡adiós al pantalón corto, resabio de España!− para ocultar o disimular los aparatos y tratar de llevar una vida “normal”. Pero esa “normalidad” no era posible; los aparatos me restaban movilidad, caminaba más lento y, por supuesto, corría mucho más lento: prácticamente no podía correr. Eso hizo que mis amigos comenzaran a tratarme diferente, a cederme el paso cuando me acercaba, a darme “ventajas” en los juegos, que dejaron de ser tales y comencé silentemente a marginarme de ellos.
Lector y lecturas
Lo anterior produjo el segundo impacto importante en mi vida. Poco a poco me fui retrayendo de todas las actividades. En el colegio ya no participaba en los juegos del recreo, apenas salía del salón, y cuando regresaba a mi casa, solía quedarme allí. Los fines de semana tampoco salía a la calle, me recluía en casa a leer “suplementos” (cómics) y, más adelante, libros. Naturalmente, libros infantiles, comenzando por los cuentos clásicos −que me recordaban algunos de los que mi mama me leyó siendo más pequeño− y de aventuras, especialmente de la Colección Juvenil Cadete y de la Colección Historias de Bruguera; estos últimos, como tenían intercaladas páginas con “viñetas” y un resumen ilustrado del contenido, fueron perfectos para la transición de los “suplementos” a los libros. Los libros de ambas colecciones eran −o son− algunos de ellos, resúmenes muy bien elaborados de los principales clásicos de aventuras y lecturas para niños y jóvenes. Así, por mi vista desfilaron los cuentos clásicos infantiles de Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm, Charles Perrault, Carlo Collodi, y precozmente abordé las novelas de Julio Verne y más adelante Emilio Salgari, Mark Twain, R. L. Stevenson, Daniel Defoe, Alejandro Dumas, y tantos otros. Tengo un especial recuerdo de “Corazón: El diario de un Niño”, de Edmundo de Amicis; me identificaba con Enrique −o Enrico, dependiendo de la versión− un niño algo mayor que yo, pero que relataba, mes a mes, su vida en la escuela, describía a sus compañeros y su relación con ellos y con su propia familia. Fue el primer libro completo que leí, distinto a “suplementos”, y cuentos cortos; se hacía fácil su lectura pues alternaba el relato diario de Enrique, con cartas de sus padres y hermana e introducía un cuento mensual, del cual aún recuerdo “El pequeño escribiente florentino” y forzosamente “De los Apeninos a los Andes”, que años más tarde inspiraría la serie japonesa de dibujos animados: “Marco”, muy popular en muchos países. Conservo una versión de 1954 −que probablemente no es la que yo leí−, arreglada e ilustrada para las escuelas mexicanas por Maximino Martínez (Ediciones Botas, Edit. Olimpo, 1954), hoy de frágiles paginas amarillentas y tapas duras, ya desgastadas y carcomidas. Naturalmente, no todos esos libros los leí en tiempo en que usé los aparatos ortopédicos, que afortunadamente no fue muy largo, pero la afición por la lectura y los libros que me dejaron, sí me quedó para toda la vida.
Esa, la lectura, fue la verdadera ganancia de los aparatos: me volví un lector voraz y un coleccionista furibundo de libros. En mi casa siempre se valoró la educación, la lectura, los libros, de los cuales no había muchos, pero sí algunos que recuerdo, y a partir de entonces yo empecé a coleccionarlos como pude. La actividad física prácticamente desapareció; pero lo más sorprendente es que yo seguía con una gran vitalidad y fuerza, y cada cierto tiempo tenía que dejar los aparatos, por casi una semana, en el taller del ortopedista, pues doblaba los hierros laterales de los mismos. El ortopedista decía, asombrado, que nunca había tenido un caso igual.
Además de usar los aparatos ortopédicos todo el día, tenía que ir varias veces por semana al San Juan de Dios a hacer fisioterapia. No recuerdo todo lo que hacía, pero uno de los ejercicios era subir por una especie de escalera de barras redondas de madera que estaba adosada a la pared y colgarme de una de las últimas barras, sosteniendo en mis brazos el peso de mi cuerpo. Supongo que eso era para “estirar” mi columna. En todo caso, ir a fisioterapia era divertido; y lo más divertido era que mi abuela, quien me acompañaba todas las tardes, de regreso a casa caminando, me compraba un chocolate Savoy ¡de los de un real, (0,50 cts.)!
Sin progreso y una decisión
Como no había mayor progreso aparente con los aparatos y la fisioterapia, preocupados mis padres de verme en aquella condición, y por los comentarios del Dr. Figarella de que a lo mejor había que operarme de la columna, decidieron que lo mejor sería que me viera un especialista en España, cosa con la que el Dr. Figarella estuvo de acuerdo. Nadie me explicó nunca por qué era mejor un especialista en España que los que había en Venezuela, pero así se decidió, y mi mamá y yo regresamos a España en 1958.
Ese fue el tercer impacto de los aparatos: el regreso a España por un corto tiempo, que también, y de muchas maneras, cambió mi perspectiva de la vida. Las peripecias del viaje y mi regreso y estadía en España, que se prolongó por casi ocho meses, las dejaré para otro momento; porque me interesa ahora concentrarme en cómo fue el desenlace de mis aparatos ortopédicos.
Un médico en Madrid
En España fuimos, en primer término, a un famoso especialista, en Oviedo, la capital de Asturias, cuyo nombre nunca supe. Me vio a mí, a los aparatos y, sobre todo, a las radiografías, y confirmó el diagnóstico y que lo aconsejable era una operación de columna. En esa época, 1958, esa operación suponía estar en cama y permanecer boca abajo e inmóvil, por lo menos seis meses, enyesado desde el cuello hasta más abajo de la cadera. Espantados mis abuelos y mis padres por esa perspectiva −a mí me parecía toda una aventura− decidieron llevarme a Madrid, porque el hijo de mi madrina Rosa, que estudiaba medicina, nos había dicho que el decano de su facultad −un viejo doctor, ya retirado−, era especialista en traumatología y en columna, y que él podía convencerlo de que me viera.
Así fue, en efecto. El hijo de mi madrina logró que el doctor se interesara en el caso y, con una serie de peripecias, logró introducirnos en la Facultad de Medicina para que el doctor retirado me viera. Yo lo recuerdo muy vagamente; apenas que era delgado, de pelo escaso y canoso. Me examinó durante un buen rato, me jurungó las piernas, me midió, me hizo caminar, doblarme, correr, y al final, en una conversación cuyo sentido casi recuerdo completo −al menos sus partes esenciales− dijo las palabras mágicas:
−“Señora, este niño no tiene nada…”
−“¡Pero… ¿cómo va a ser, doctor?! ¡Mire las radiografías!”, le decía mi madre.
−“Sí, ya las veo −respondía el doctor−. En efecto, se ve una desviación en la columna, pero yo no veo nada en el niño, y mucho menos algo que necesite una operación tan delicada… Vamos a hacerle otras radiografías”. Y nos dio las indicaciones para el radiólogo.
Nuevas radiografías
Instruyó al radiólogo para que me hiciera una radiografía de columna, pero que me la hiciera acostado o que se fijara en que estaba derecho al tomar la placa. A los pocos días fuimos otra vez a verlo a él y a las radiografías. ¡Mi columna estaba perfecta! ¡No había ninguna desviación! El doctor dijo que, seguramente, cuando me habían hecho la placa anterior no se dieron cuenta de que yo me estaba parando torcido, metiendo la pierna, como era mi mala costumbre, y eso habría producido que en la radiografía la columna se viera desviada.
Después de que el doctor nos mostró las nuevas radiografías y confirmó su diagnóstico, de manera instantánea se borró aquel año de mi vida; desaparecieron de mi mente los aparatos −ni siquiera sé qué hicimos con ellos−, no pensé más en el San Juan de Dios −solo lo visité por años para ver sus fabulosos nacimientos−, y borré de mi mente la fisioterapia; no me importó para nada el posible descuido de los técnicos al hacerme las radiografías, ni el diagnóstico equivocado de los doctores del San Juan de Dios y de Oviedo. Nada tenía importancia. Lo único que le pregunté al doctor fue: “¿Me puedo comprar una bicicleta?”
Inmediatamente le escribimos a mi padre y, a los pocos días, salimos para Asturias a dar la buena noticia a todos en casa de mis abuelos… y no tardé mucho en tener mi bicicleta, que por supuesto me traje a Venezuela y me acompañó durante muchos años. Y al final hizo feliz a otro niño, el hijo de Domitila, una señora que ayudaba a mi mamá, por días, en la casa; aún recuerdo su sonrisa y ojos iluminados de felicidad cuando le regalamos la bicicleta y ese mismo día se la llevó para su pequeño hijo.
Conclusión
Hasta el día de hoy, no he tenido ningún problema de columna, ni nada que me impidiera jugar fútbol, hacer atletismo y ser un deportista destacado en el colegio, durante mi adolescencia y durante los dos primeros años de universidad. Al final, los dichosos aparatos tuvieron la virtud de convertirme en un lector apasionado y hacerme regresar a España, por un corto tiempo y con un poco más de uso de razón, para disfrutar de mis abuelos, tíos y primos, de la aldea asturiana de Logrezana, recorrer Gijón y conocer Madrid, experiencias que contaré más adelante.
https://ismaelperezvigil.wordpress.com