Para comprender nuestra época, una nación, la vida social o política, es necesario tener unas gafas, como decía la hipótesis del gran antropólogo francés Claude Lévi-Strauss. Estas gafas eran una metáfora, con la que se refería a una teoría que permitía comprender a aquellos con quienes tratábamos: gafas para superar el reflejo inmediato o el impulso pasional que pueden desencadenar las noticias. Lévi-Strauss añadía que, si bien las gafas eran indispensables, había que tener en cuenta que todas las gafas distorsionaban. ¿Qué gafas deberíamos utilizar hoy para comprender mejor la actualidad que nos asalta? Unas gafas que se vuelven cada vez más indispensables en un mundo saturado de canales de información –desde los medios tradicionales hasta las redes sociales– cuya fiabilidad, en general, resulta dudosa.
La necesidad de leer la actualidad a través de unas gafas no es nueva. Alexis de Tocqueville, en la década de 1850, proponía interpretar cualquier movimiento político con la certeza de que la democracia estaba en marcha en todas las civilizaciones. En la misma época, Karl Marx proponía como gafas su propia interpretación: una necesidad ineludible de la revolución proletaria que conduciría a una sociedad sin clases. ¿Podemos considerar que estas dos gafas, que durante mucho tiempo han dominado la interpretación de nuestras sociedades, están obsoletas? ¿Sustituirlas por qué?
Actualmente, en los círculos académicos las gafas de moda son las que confeccionó Carl Schmitt en la década de 1930. El apoyo intelectual de Carl Schmitt al nazismo no ofrece dudas, pero no invalida la validez de sus hipótesis. Las ideas que propagaba siguen siendo actuales, incluso más que nunca. Su tesis fundamental era que la política no se reducía a una lucha entre la derecha y la izquierda, sino a un enfrentamiento entre el liberalismo individualista y lo que él llamaba «la designación del enemigo». Según Schmitt, toda vida política no se define por la confrontación de programas, sino por la distinción entre amigos y enemigos. La designación del enemigo constituiría la verdadera fuerza política, favoreciendo la cohesión de un bando eventualmente mayoritario.
Si nos sumamos a esta concepción parece que la división entre amigos y enemigos y la designación del enemigo explican en gran medida las circunstancias que estamos atravesando. Consideremos a Putin. Está claro que el presidente ruso no tiene un programa en mente; lo que le importa es reforzar su poder y coaligar a sus tropas, no en torno a un proyecto positivo, sino en oposición a un enemigo designado. Ese enemigo es Occidente, tal y como lo encarna, a su juicio, Ucrania. Al menos esa es la narrativa que transmite a sus tropas, con cierto éxito, para asegurar su cohesión y eliminar cualquier disidencia. Del mismo modo, el presidente chino, al designar a Occidente como enemigo, se permite todos los volantazos económicos y sociales dentro de China y prohíbe cualquier disidencia, ya que coaligarse contra Xi Jinping sería traición. La lente de Carl Schmitt encaja bastante bien con Donald Trump, a quien resulta difícil imaginar sin haber leído o al menos oído hablar de Schmitt; sin embargo, su intuición lo lleva a suscribirse a la hipótesis de Schmitt. El programa de Donald Trump es, como mínimo, evolutivo, y resulta difícil seguir su agenda económica o internacional; por el contrario, todas sus posturas se reducen siempre a designar un enemigo, ya sea interno o externo. Es a través de la designación del enemigo como se comprende el poder de Trump y la razón por la que une a sus fieles en una coalición en torno a una misma hostilidad contra los chivos expiatorios.
La situación en Europa es menos clara, ya que sigue siendo el continente del liberalismo que Karl Schmitt consideraba arcaico, incapaz de hacer frente a los retos del mundo moderno. Consideraba que el parlamentarismo –un proceso largo e ineficaz– pertenecía a una época pasada, condenándose a la derrota frente a los partidarios de la teoría ‘amigo/enemigo’. Según Schmitt, también era conveniente que, en un mundo complejo, el jefe del Gobierno dispusiera de un poder total que le permitiera tomar decisiones instantáneas. El parlamentarismo liberal no permitía – y sigue sin permitir, según Schmitt y sus discípulos– tomar decisiones imperativas sin dedicar tiempo a debatirlas. Si Schmitt tiene razón, o al menos parte de ella, el binomio derecha-izquierda debería reemplazarse por la política entendida como la identificación de enemigos o como el intento de unir a individuos diversos en torno a un proyecto colectivo, que es lo que representa el liberalismo. De hecho, de acuerdo con Schmitt, se puede admitir que la debilidad de los liberales es no designar un enemigo, considerando que todo individuo tiene en sí mismo lo bueno y lo malo, de modo que se llega a compromisos humanistas.
La historia parece dar la razón a Schmitt, ya que, después de que el totalitarismo de Hitler, Mao o Stalin pareciera durante una generación ser la respuesta política al desafío contemporáneo, al final fueron Estados Unidos y la Europa aliada quienes, con el buen viejo parlamentarismo y el buen uso del individualismo, triunfaron sobre la opción totalitaria. Es cierto que fue un triunfo lento y laborioso, quizá provisional, porque los liberales no comprendieron de inmediato cuál era la naturaleza del adversario.
Durante mucho tiempo, los liberales de Occidente creyeron que podían negociar con Hitler, Stalin o Mao, hasta que un día comprendieron que no era posible negociar y que había que luchar. Una situación similar se repite hoy con Putin y, quizá, con Xi Jinping. Aunque Schmitt se equivoque a largo plazo, quizás acierte a corto; al menos ofrece una clave para entender la mentalidad de nuestros adversarios. Pero asumir la teoría de la política como designación del enemigo –como hacen algunos partidos extremistas– sería traicionarnos a nosotros mismos.
Si volvemos a la hipótesis de Lévi-Strauss, no podemos sino estar de acuerdo con ella, siempre y cuando no nos equivoquemos de perspectiva. Estas deben ser más sofisticadas que antes y superar la oposición derecha-izquierda, añadiendo una comprensión adecuada de la forma en que el otro concibe el poder, nunca basado en el compromiso o el reconocimiento, sino siempre en el absolutismo y su abuso. La utilidad de conocer a Schmitt se asemeja a la lectura de Maquiavelo.
Maquiavelo escribió para los príncipes, invitándolos a mostrar cinismo, a no alinearse con el pensamiento cristiano dominante, respetuoso con el otro. Introdujo en el debate político que la moral no era la misma para todos, que la que se imponía a los súbditos no se imponía a sus gobernantes. Leer a Maquiavelo permitía tanto a los gobernantes gobernar sin remordimientos como a los súbditos comprender cómo los manipulaban sus gobernantes. Por otra parte, en una interpretación realizada por Jean-Jacques Rousseau, el filósofo francés convierte a Maquiavelo en un precursor de la democracia, viendo su obra como una advertencia a los demócratas para que no se dejen someter. Schmitt se plantea entonces esta pregunta: ¿su designación del enemigo incita a los déspotas a volverse más despóticos o constituye una advertencia a los liberales para que comprendan a sus oponentes? Según esta hipótesis, Maquiavelo sería el enemigo del maquiavelismo y Karl Schmitt el mayor adversario de su propia teoría. ¡A por las gafas!
Guy Sorman
Projet Syndicate