Debo reconocer que, como muchos otros, me dejé llevar por el entusiasmo que rodea al desarrollo de la inteligencia artificial. Durante un tiempo creí –y hoy ya no tanto– que estábamos siendo testigos de una revolución comparable a la invención del motor de combustión o al dominio de la energía nuclear. Sin embargo, mi repentino escepticismo y cierta decepción se basan en una experiencia estrictamente personal, que quizá no sea universal. Movido por la curiosidad y por la publicidad que rodea al tema, decidí probar por primera vez uno de estos sistemas, ChatGPT, la herramienta más conocida de OpenAI, la empresa líder del sector, ubicada –como no podía ser de otra manera– en California. Empecé con algo sencillo: buscar mi propia biografía. La sorpresa fue mayúscula. Nada de lo que aparecía era completamente falso, pero tampoco del todo cierto. Todo resultaba verosímil, aunque plagado de errores y fantasías. La foto que acompañaba mi perfil no era mía, sino la de otro economista de la Universidad de Princeton; la fecha de nacimiento era casi exacta, con una diferencia de apenas un mes; y la mayoría de los datos eran «casi ciertos», pero nunca exactos.
Repetí el experimento con otras personas y con hechos históricos, políticos y económicos bien conocidos. El resultado fue el mismo: ChatGPT siempre ofrecía respuestas plausibles, pero incorrectas. En definitiva, un motor de búsqueda tan convincente como irresponsable. Consulté entonces con ingenieros especializados en inteligencia artificial. Todos coincidieron en lo mismo: estas herramientas están aún muy lejos de la perfección y son, por ahora, incapaces de distinguir entre lo verdadero y lo falso. Todo lo que ofrecen es aproximado, verosímil… pero, en la práctica, inutilizable para una investigación seria.
Los optimistas –y también los inversores más audaces– sostienen que estamos apenas en los inicios de esta tecnología y que con el tiempo mejorará. Quizá sí, quizá no. También imaginan una demanda masiva de inteligencia artificial en el futuro. Tal vez, pero por el momento esa demanda dista mucho de alcanzar las expectativas de sus promotores. Lo preocupante es que todavía no está claro para qué servirá realmente la inteligencia artificial ni a quién beneficiará. Hoy por hoy, el número de usuarios es mínimo comparado con la enorme oferta de las empresas del sector. Mi preocupación se agrava aún más cuando observo el modo de financiación de los operadores de inteligencia artificial. Tomemos el caso de Nvidia, principal fabricante mundial de microprocesadores y proveedor clave para el desarrollo de la IA. Nvidia paga a OpenAI –su propio cliente– para que le compre procesadores. Es una especie de financiamiento circular: Nvidia paga a ChatGPT, y ChatGPT paga a Nvidia. En este ciclo circulan miles de millones de dólares cuyo origen se desconoce, aunque probablemente provengan de fondos públicos del golfo Pérsico o de China, y en menor medida de Estados Unidos. Europa, por su parte, apenas participa en este juego financiero. Las esperanzas depositadas en la inteligencia artificial, junto con las enormes sumas que la respaldan, podrían llevarnos a dos escenarios opuestos: una economía profundamente transformada o, por el contrario, una burbuja financiera que acabe estallando, como tantas veces ha ocurrido en la Bolsa de Nueva York, con el consiguiente riesgo de desestabilizar la economía mundial.
Aun así, dejémonos seducir, por un momento, por la visión optimista. Los defensores de la IA suelen recordar el ejemplo de Henry Ford, el industrial que en 1914 decidió duplicar el salario de sus trabajadores hasta los 5 dólares diarios. Su apuesta era simple: mejorar las condiciones de sus empleados para fidelizarlos y, al mismo tiempo, convertirlos en compradores de los automóviles que fabricaban. La estrategia funcionó: los obreros de Ford se transformaron en los primeros clientes de la empresa, popularizando un producto antes reservado a las élites. Los entusiastas de la inteligencia artificial creen seguir un patrón similar: anticiparse a una demanda futura invirtiendo hoy en los consumidores de mañana, que todavía no existen. Puede que acierten. Pero tampoco se puede descartar que estén cavando el próximo abismo económico, como ocurrió en el año 2000 con la burbuja de Internet o en 2008 con la burbuja inmobiliaria.
Así es, en efecto, como funciona el capitalismo, según lo describió el economista austriaco Joseph Schumpeter en los años cuarenta: un proceso de «destrucción creativa», donde lo nuevo surge de las ruinas de lo viejo. En este caso, asistimos a la destrucción de la información de calidad, aunque todavía no vemos con claridad qué es lo nuevo que se está construyendo. Se supone que serían máquinas «inteligentes», capaces de sustituir a hombres y mujeres menos competentes que ellas. Pero eso aún está por demostrarse.
Más allá del aspecto económico, la inteligencia artificial plantea una cuestión social, política y filosófica. Si una máquina es incapaz de distinguir entre lo verdadero y lo falso, y ofrece respuestas que mezclan ambos, ¿qué ocurre con la verdad?, ¿dónde la encontramos cuando la realidad y la ficción se presentan con el mismo peso? Con las redes sociales y la inteligencia artificial hemos entrado en una era donde la propaganda y la influencia dominan el discurso, y donde la imaginación compite –y a menudo supera– a la realidad, cada vez menos atractiva por no estar escenificada. Es cierto que esto no es del todo nuevo: las religiones y las ideologías han seducido a la humanidad durante milenios sin necesidad de demostrar la existencia de sus dioses o la veracidad de sus principios. La inteligencia artificial, en ese sentido, no parece avanzar hacia una ciencia más exacta, sino hacia una nueva mitología que nos convence de que las creencias son más interesantes que la verdad. El filósofo británico Isaiah Berlin decía que todos afirmamos buscar la verdad, pero que, si la encontráramos, descubriríamos que es mucho menos fascinante que la ficción. Quizá por eso la inteligencia artificial nos cautiva tanto: porque produce más ficción que verdad.
Confieso que yo mismo caí en esa ilusión al buscarme en ChatGPT: encontré a un personaje que llevaba mi nombre, pero no mi rostro ni mis convicciones. ¿Quién es, entonces, el verdadero Guy Sorman?, ¿el que inventa la inteligencia artificial o el que escribe estas líneas intentando ser fiel a una realidad que, quizá, también confunda con la verdad?
Artículo publicado en el diario ABC de España
Guy Sorman









