El método de Platón era socrático. A través del diálogo Platón daba cuenta de la dicción y de la contra-dicción. Sin usar esas palabras, su punto de partida era un discurso que, al serlo, no establece nunca una verdad absoluta, en el mejor de los casos una probabilidad surgida del diálogo. En este texto el diálogo se da entre Platón y Glaucón, hermano menor de Platón a quien en La Política el gran filósofo intenta iniciar en los misterios del bien pensar.
Glaucón actúa en representación de nosotros, los seres comunes y corrientes y Platón, nada modesto, en nombre del saber. Por eso, justamente, en referencia a la caverna de Platón hablamos de una alegoría, pues el propósito del maestro es enseñar a su discípulo mediante una narración que utiliza símbolos, metáforas y figuras y así transmitir un significado oculto. Una alegoría que es, o ha llegado a ser también un mito, entendiendo por mito una narrativa que intenta explicar el origen, la naturaleza y el destino del mundo y de los seres humanos.
Para especificar: una alegoría es más bien un género literario, aunque también es un método filosófico cuyo objetivo es dar cuenta de una realidad. Un mito en cambio llega a ser mito en el curso de una historia, de modo que no hay contradicción –creo que Platón estaría de acuerdo conmigo– en que la alegoría de la caverna, sin ser un mito, llegó a ser un mito. Una alegoría que es un mito y un mito que es una alegoría.
Como alegoría-mito, la caverna de Platón podemos entenderla más allá del instante en que fue concebida. Es por eso recomendable volver a leerla cada cierto tiempo, siguiendo las pautas de las asociaciones que despierta en nosotros su lectura. O mejor dicho, en los momentos de oscuridad mental que suelen asaltarnos, es bueno buscar a la luz que solo podemos obtener indagando acerca de las representaciones de las cosas pues el mundo que vivimos no es, según Platón, como es, sino su simple representación. La representación puede ser aproximada o muy difusa, como difusa era la representación del mundo que tenían los hombres que yacían encadenados en la caverna de Platón. Esa es nuestra naturaleza, nos suelta en la primera línea de su relato, Platón.
Somos seres arrojados desde nuestra niñez «a una habitación subterránea en forma de caverna con una gran abertura del lado de la luz» sujetos por cadenas que nos inmovilizan las piernas y el cuello. La luz nos viene a nosotros, los prisioneros de la caverna, de «un fuego encendido a cierta distancia, separado por una suerte de camino elevado.
Los prisioneros estaban así condenados a mirar las cosas como «sombras proyectadas por la luz del fuego sobre el fondo de la caverna”. En breve, los humanos somos y habitamos en las sombras cuando no accedemos a una realidad que se encuentra en la luz, más allá y dentro de nosotros. La realidad «objetiva» para nosotros, los prisioneros de la caverna, es un espacio cercado por sombras. Vivimos en las tinieblas, encadenados; esa es premisa y a la vez conclusión de Platón.
Pero liberemos a uno de los prisioneros –dice Platón–. Al principio será para él muy duro: Si mira hacia el lado de la luz sufrirá «y el deslumbramiento le impedirá distinguir los objetos cuyas sombras antes veía».
El acceso a la que Platón llama «la realidad» es decir, a todo lo que está fuera de la caverna, es doloroso, hasta que poco a poco quien asciende se acostumbra a mirar «esta región superior». Mirará hacia el cielo, primero durante la noche y después durante el día, para no lastimar sus ojos. Esa es la que Platón llama «realidad inteligible» a diferencias de la realidad de la caverna que es solamente visible. Pero, si uno se pone a pensar, descubrirá que la realidad visible-inteligible no agota toda la realidad y así llegará a la conclusión de que «el sol produce las estaciones y los años, lo gobierna todo en el mundo visible y es en cierto modo la causa de lo que ellos veían en la caverna». Platón los entiende como «los objetos que llamamos verdaderos». Creo que esto es importante.
Los objetos no son los verdaderos, según Platón. Solo los «llamamos» verdaderos, frase con la cual Platón se anticipa en muchos siglos a Saussure, Wittgenstein y Lacan, discípulos lejanos de Platón, quienes entienden «lo verdadero» como una atribución del lenguaje (lo decible, lo nombrable, lo designable).
¿Podemos conocer lo que existe más allá del lenguaje? Podemos, tal vez, pero como algunos pintores solo podemos hacerlo transfigurando el significante, o sea violando el lenguaje, como suele ocurrir en los estadios de delirio tan frecuente entre los artistas, o en los niños de muy temprana edad. Pero solo podemos a medias: para transgredir al lenguaje necesitamos al lenguaje.
Aunque ustedes no me crean, el lenguaje transfigurado de Platón es trinitario y no dualista como se enseña en diversas escuelas de filosofía. En la alegoría-mito de la caverna están los hombres de las tinieblas (nosotros) a los que podemos llamar también sujetos de la realidad visible. Fuera de la caverna está la realidad solo visible al comienzo. «Nueva visibilidad» que nos permite acceder a la realidad inteligible la que, según la cartografía platónica, termina con el sol.
Más allá de esa trinidad no avanza o no quiere avanzar Platón, entre otras cosas –pienso yo– porque la alegoría-mito de la caverna en su enseñanza a Glaucón forma parte de su libro La Política y, como sabemos todos, la política no puede ni debe ocuparse de la realidad postmortal que sigue a la inteligibilidad, aunque suponemos, la tarea de cada filósofo debe ser convertir en inteligible a la realidad ininteligible, a la misma que podemos acceder y hemos accedido un poco más después de Platón. No obstante, esa tarea, la de avanzar más allá de la inteligibilidad de las cosas, se la deja Platón a la religión, jamás a la política.
Citemos, para confirmar, el pasaje más clásico de la alegoría-mito: «Esta es precisamente mi querido Glaucón la imagen de nuestra condición. La caverna subterránea es el mundo visible. El fuego que la ilumina, es la luz del sol. Este prisionero que sube a la región superior y contempla sus maravillas, es el alma que se eleva al mundo inteligible. Esto es lo que yo pienso, ya que quieres conocerlo; solo Dios sabe si es verdad. En todo caso, yo creo que en los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien, que percibimos con dificultad, pero que no podemos contemplar sin concluir que ella es la causa de todo lo bello y bueno que existe. Que en el mundo visible es ella la que produce la luz y el astro de la que procede. Que en el mundo inteligible es ella también la que produce la verdad y la inteligencia. Y por último, que es necesario mantener los ojos fijos en esta idea para conducirse con sabiduría, tanto en la vida privada como en la pública» (subrayados, FM)
Si nos atenemos a la última frase citada, para alcanzar la inteligibilidad debemos suponer que existe un más allá de ella, una realidad imposible de alcanzar totalmente por el ser-humano pero posible de predecir, predicción que puede convertirse, pensemos con Kant, en una «idea regulativa» que, para San Agustín, es el reino de la ciudad de Dios sobre el reino de la tierra.
Esto significa: para Platón, la realidad es trinitaria, pero a la que a él interesa aclarar es la inteligibilidad posible y no la del más allá del límite de lo tangible donde comienza a aparecer la idea del Bien, que es – no se necesita de mucho ingenio para deducirlo – la idea de Dios. Por lo menos la idea del Dios de los cristianos, idea también trinitaria.
Efectivamente, la santísima trinidad es la alegoría-mito de la caverna platónica puesta al revés. El Padre es la realidad que está más allá de la inteligibilidad humana, realidad a la que solo algunos «iluminados» se aproximan (según Platón, Sócrates era uno de ellos). El Hijo es el descenso de Dios hacia la tierra, quien traduce a Dios a la inteligibilidad humana. Por último, el Espíritu Santo es el nexo entre esas dos inteligibilidades, la terrena y la divina.
Leyendo los manuscritos de una magnífica obra que me envió su autor, el intelectual uruguayo Alejandro Lafluf (su título es «La Falta»), la trinidad filosófica enunciada potencialmente por Platón se convierte en la llave que permitirá a Martin Heidegger abrir las puertas de la filosofía hacia un modo no dualista sino trinitario de pensar. Esa trinidad heideggeriana, constituida por el Sein, que es el ser de todo, por el Seiendes, que es el ser de los entes (nosotros y las demás especies) y el Dasein que es el ser de la existencia en el mundo, es, en mi imaginación, la traducción del lenguaje judeocristiano al lenguaje de la filosofía heideggeriana. Como en la trinidad platónica, como en la trinidad cristiana, la trinidad heideggeriana es antidualista. Pero tampoco se trata de un edificio de tres pisos, como tan mal se entiende en algunos círculos la filosofía de Platón.
Dicho en palabras más simples: El ser de todo, el ser de cada uno y el ser de aquí no constituyen un sistema, sino una unidad de todos los sistemas habidos y por haber. En ese punto la teología cristiana es muy precisa cuando especifica que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son «tres personas distintas pero solo un Dios; no más». El Ser está en el ser en la medida que el ser va siendo.
Platón se centra a propósito en el mundo que hace visible lo tangible, el nuestro, el mundo de cada día, el mundo de la polis y por lo mismo el mundo de la política. Hijo de su tiempo, prevé Platón que las verdades vistas por el hombre que ascendió desde las tinieblas hacia la luz de la tierra, puedan no ser transmisibles a los prisioneros que habitaban dentro de la caverna.
*Lea también: Moral y política, por Fernando Rodríguez
Probablemente, dice Platón, será sometido al castigo y al escarnio e incluso será asesinado (así sucedió cuatro siglos después al Jesús de los cristianos). Pero puede ser también que uno u otro habitante de la caverna quiera subir hacia la superficie iluminada. Si es así, la humanidad avanzaría, no hacia adelante sino hacia un «arriba» no geométrico pero sí espiritual. Eso significaría que el mundo inteligible, desde la perspectiva de un Ser Total, no sería más que otra caverna, algo más iluminada que la caverna de Platón, pero al fin, solo una antesala de un mundo sin cavernas. Más allá de toda inteligibilidad, está la divinidad que es, ante los ojos humanos, invisible. Si además es impensable, no está decidido todavía.
De lo que no me cabe duda es que, por ahora, seguimos habitando en la caverna de Platón, mientras uno u otro, cada cierto tiempo, intenta asomar su cabeza hacia afuera, con el comprensible temor de que un dron cavernícola se la vuele. Vivimos en nuestra prehistoria, diría Nietzsche (quizás no lo dijo, no estoy seguro). Para liberar al ser de todas las cavernas necesitamos un humano en condiciones de liberarse de lo humano, algo que no es posible mientras seamos humanos. Esa es nuestra condición.
Fernando Mires
X: @FernandoMiresOl