Antonio de la Cruz:La crisis de hegemonía en Colombia

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Antonio de la Cruz:La crisis de hegemonía en Colombia

“La crisis consiste precisamente en que lo viejo muere
y lo nuevo no puede nacer; en ese interregno surgen
los más diversos síntomas morbosos”.
Antonio Gramsci

Toda crisis política es, en el fondo, una lucha por la dirección moral e intelectual de la sociedad.
El caso colombiano puede entenderse como un momento de transición de poder: el antiguo bloque histórico —fundado en el consenso liberal, la racionalidad económica y la legitimidad institucional— enfrenta la irrupción de un nuevo proyecto populista liderado por Gustavo Petro, que busca reconfigurar la relación entre Estado y sociedad civil mediante una gramática de resentimiento, victimización y desinstitucionalización.

El comportamiento de Petro es el reflejo de un colapso del consenso liberal y, al mismo tiempo, la manifestación de una angustia colectiva en la élite dirigente, que ha perdido la capacidad de representar el interés general y se ve desbordada por una nueva articulación de lo popular.

De la razón de Estado a la razón populista

Petro ha desplazado el equilibrio inestable entre coerción y consenso hacia una forma de poder moral-emocional, sustentado no en la eficacia gubernamental, sino en la identificación simbólica con los sectores subalternos.

La “locura” que muchos perciben en su liderazgo no es necesariamente patología personal, sino la expresión política de una ruptura epistémica: la sustitución de la racionalidad institucional por una racionalidad performativa, donde el poder se justifica a través de un relato de redención.

En ese proceso, el presidente intenta colonizar los aparatos ideológicos del Estado —medios, justicia, educación— para convertirlos en instrumentos de su dominio cultural. Así, el Estado deja de ser árbitro neutral y se transforma en organizador de emociones colectivas.

La victimización como moral de gobierno

Petro vive de la victimización. Toda hegemonía emergente necesita construir una narrativa de antagonismo que reoriente el sentido común. En lugar de la racionalidad tecnocrática del viejo bloque liberal, el gobierno introduce una moral de resistencia: la del “pueblo oprimido por el imperio” y el “presidente perseguido por las élites”.

Se trata de una operación invertida, en la que la izquierda populista instrumentaliza los códigos morales de la emancipación para legitimar un proceso de concentración de poder.

El dominio cultural en las sociedades contemporáneas se ejerce no solo a través de instituciones, sino mediante formas afectivas del consenso. En ese sentido, la victimización sustituye la pedagogía política por la catarsis emocional: convierte la desafección social en fuente de legitimidad.

El resultado es una hegemonía inestable, pero eficaz, sostenida más en el afecto que en la razón.

 
El bloque histórico en descomposición

El problema no se limita a Petro, sino a la “institucionalidad presidencial” misma.
Es el tipo de crisis estructural que aparece cuando la élite gobernante pierde la capacidad de conducir moralmente a la nación y las mayorías dejan de creer en el relato que antes las mantenía unidas.

El liberalismo colombiano —articulado durante décadas por un pacto entre tecnocracia, empresariado y élites rurales— muestra signos claros de agotamiento:

Incapacidad para reproducir consenso moral.
Fragmentación de la oposición.
Pérdida de confianza en la justicia y en los medios.
En este contexto, la reivindicación de Álvaro Uribe como “figura de unidad” representa un intento de revolución pasiva: la restauración del viejo orden bajo nuevas formas, sin transformación profunda de las estructuras sociales.

Pero tales revoluciones no resuelven la crisis: solo la administran, mientras se configura un nuevo equilibrio de fuerzas.

El intelectual de masas y la pedagogía del poder

Petro intenta proyectarse como un intelectual de masas, surgido de las luchas sociales y capaz de organizar la conciencia colectiva de los sectores populares. Sin embargo, su papel es híbrido: combina la retórica de la emancipación con el pragmatismo del poder burocrático.

Su hegemonía no se basa en la educación política del pueblo —como aspiraría un ideal republicano—, sino en la manipulación simbólica del malestar.

De ahí que muchos lo perciban como ególatra o mesiánico: no por su psicología individual, sino porque su liderazgo desborda los parámetros del político institucional clásico.

En la era digital, su poder no se construye en las aulas, sino en los flujos emocionales de las redes sociales, donde la política se convierte en espectáculo y la verdad es reemplazada por narrativa manipulada.

Hegemonía internacional y antiimperialismo de superficie

En el plano internacional, Petro reproduce el patrón del antiimperialismo periférico latinoamericano: un discurso de resistencia que no altera las estructuras de dependencia, pero las convierte en argumento moral.

La confrontación con Estados Unidos no responde a una política exterior racional, sino a una estrategia simbólica: el enemigo externo como espejo legitimador del poder interno. Más que autonomía, busca reconocimiento dentro de un campo global donde la identidad subalterna se transforma en capital político.

Estado integral y crisis de dirección moral

El relato analizado refleja una percepción compartida en los sectores tradicionales: el Estado ha perdido su capacidad de mediación.

El Estado moderno es, en su mejor versión, la suma de poder político y sociedad civil. Cuando esa relación se fractura, el poder pierde legitimidad y se llena de coerción simbólica.

Colombia, como Venezuela antes, atraviesa una crisis de dirección moral: ni las instituciones ni la oposición han logrado construir una pedagogía cívica que reemplace la narrativa populista. El viejo bloque hegemónico está en retirada, defendiendo la racionalidad institucional frente al irracionalismo afectivo.

Conclusión: entre la restauración y la transformación

El caso colombiano representa una dialéctica no resuelta entre hegemonía en crisis y hegemonía emergente. El populismo de Petro intenta articular un nuevo bloque histórico, pero carece de la estructura ética e intelectual necesaria para sostener una transformación duradera. El liberalismo opositor, en cambio, se aferra a una revolución pasiva que conserva el orden existente sin renovar su base cultural.

En este ínterin, “surgen los monstruos”: liderazgos carismáticos, instituciones debilitadas y una sociedad civil fragmentada entre emoción y desencanto.

El desafío no es destituir a Petro y sepultar su proyecto político, sino reconstruir la autoridad moral del Estado colombiano: restaurar el vínculo entre razón pública y pasión colectiva, entre dirección intelectual y legitimidad democrática.

Solo entonces podrá resolverse la crisis estructural que define hoy a Colombia como el espejo más nítido de la transición posliberal latinoamericana.

Las opiniones emitidas por los articulistas  son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de Confirmado.com.ve