En su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU) la semana pasada, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, afirmó haber “terminado siete guerras interminables”, una clara exageración, aunque su administración sí ha contribuido a establecer la paz en varios conflictos regionales. Trump luego fustigó a la ONU por su inacción. “Todo lo que parecen hacer es escribir una carta con palabras muy duras, y luego nunca darle seguimiento”, dijo. “Son palabras vacías – y las palabras vacías no resuelven una guerra”.
Me duele admitir que en gran medida tiene razón acerca del papel actual de la ONU en materia de paz y seguridad. Como lo ilustran la guerra en Ucrania y la destrucción de Gaza y de los gazatíes, la ONU es impotente cuando los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad están en desacuerdo. Rusia y China vetan cualquier intento de responsabilizar a Rusia por su invasión a gran escala de Ucrania, mientras que Estados Unidos bloquea la acción colectiva global para proteger a los palestinos y crear una seguridad duradera para Israel y una Palestina naciente.
Trump sí habló del “tremendo potencial” de la ONU. Pero nadie debería dejarse engañar: su política exterior contradice abiertamente la letra y el espíritu de la Carta de las Naciones Unidas. Es un realista de la vieja escuela que, al igual que el presidente ruso Vladimir Putin y el presidente chino Xi Jinping, valora la soberanía nacional y el interés propio por encima de todo. Si quiere invadir o coaccionar económicamente a otros países, o destruir barcos en aguas internacionales bajo la acusación de transportar drogas ilícitas, lo hará.
Sorprendentemente, durante el discurso de Trump, muchos líderes mundiales rieron en los momentos adecuados y aplaudieron en las ocasiones esperadas, halagando al presidente estadounidense en público para aumentar sus posibilidades de lograr acuerdos con él en privado.
Es cierto que Estados Unidos ha ignorado la Carta de la ONU antes, participando en guerras por poder en todo el mundo durante la Guerra Fría y, más notablemente, invadiendo Irak en 2003. Sin embargo, existía un orden internacional de seguridad y económico, con reglas, instituciones y procesos, que respondía a las crisis globales, y a menudo lo hacía con éxito. Con todos sus defectos, un retorno a la política decimonónica del equilibrio de poder, sin restricciones en el uso de la fuerza, sería mucho peor.
Entonces, ¿qué sigue? Al margen de la AGNU, muchos líderes empresariales y representantes de grupos religiosos, centros de estudios, instituciones educativas y científicas, y fundaciones filantrópicas se reunieron para discutir versiones de esta pregunta. Decenas de encuentros en toda la ciudad analizaron ideas sobre cómo podría ser un nuevo orden internacional.
Una forma de pensar en esta actividad desordenada y descentralizada es compararla con las diversas reuniones que tuvieron lugar durante la Segunda Guerra Mundial en la antesala de la Conferencia de San Francisco de 1945, que estableció la ONU. El mundo actual es mucho más complejo: el número de países miembros de la ONU se ha casi cuadruplicado, y el campo de actores no estatales capaces de actuar eficazmente a escala global se ha ampliado drásticamente. Aun así, la efervescencia es importante.
Los defensores de larga data de la reforma de la ONU ven dos grandes posibilidades de cambio. Una es un orden internacional organizado y liderado por potencias medias – en esencia, cualquier país que no sea ni una gran potencia ni un pequeño Estado. La segunda opción, que podría coexistir con un orden de potencias medias, es un arreglo flexible e informal creado por coaliciones superpuestas de Estados y actores no estatales, enfocados en contrarrestar amenazas y generar cambios positivos a nivel subregional, regional y global. Piénsese en ello como en las escamas superpuestas de un armadillo.
En el corto plazo, a medida que los diplomáticos inician acciones de seguimiento tras la AGNU, propongo dos series de reuniones entre países clave para determinar cómo puede el mundo llevar a cabo los asuntos de la diplomacia sin, o quizás en paralelo con, Estados Unidos.
Las primeras reuniones deberían celebrarse entre China, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia, Canadá y Corea del Sur, que en conjunto aportan casi el 50% del presupuesto general de la ONU. Estados Unidos ha sido durante mucho tiempo el mayor financiador de la organización; su contribución al presupuesto general de 2025 se calcula en un 22%, o alrededor de 820 millones de dólares. Pero probablemente la organización reciba solo una fracción de esa suma, dado el decreto ejecutivo de Trump que ordena una revisión de la financiación y participación estadounidense en la ONU.
Estos ocho países deberían considerar la posibilidad de convocar la AGNU en otro lugar durante los próximos años, lo que reduciría la influencia diplomática de Estados Unidos y garantizaría que todos los delegados puedan asistir a la sesión anual. También subrayaría que, a diferencia de Trump, quien ha dejado clara su aversión por el “globalismo”, la mayoría de los gobiernos del mundo aún creen en reglas que limitan la soberanía nacional para montar una respuesta colectiva frente a amenazas existenciales.
Como segundo mayor financiador de la ONU, China podría tratar de organizar la AGNU en Pekín. Pero un resultado más probable sería rotar la reunión entre ciudades que albergan diversas organizaciones de la ONU y organismos regionales: Ginebra (la sede europea de la ONU), Bruselas (la Unión Europea), Yakarta (la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), Adís Abeba (la Unión Africana), Riad (el Consejo de Cooperación del Golfo) y Montevideo (Mercosur).
Los líderes del G20, excluyendo a China, Rusia y Estados Unidos, también deberían reunirse. Este grupo de potencias medias – Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Canadá, Japón, Corea del Sur, Australia, Indonesia, India, Arabia Saudita, Turquía, Sudáfrica, Brasil, México, Argentina, la UE y la UA – podría dar pasos, como han propuesto Daniel D. Bradlow y Robert H. Wade, para hacer que el G20 sea más representativo. Es posible que los aproximadamente 170 países que no son miembros del G20 se muestren reacios a aprobar una expansión de su alcance, pero el grupo puede aumentar su rendición de cuentas ante la comunidad global.
Como escribió recientemente Stewart Patrick, de Carnegie Endowment for International Peace, “el mundo que construyó Estados Unidos llegará a su fin”. Sin embargo, la gobernanza multilateral continuará. Patrick describe un sistema de gobernanza global y regional compuesto por “miles de organizaciones intergubernamentales, tratados, mecanismos de consulta, organizaciones regionales y subregionales, agrupaciones de múltiples partes interesadas, tribunales internacionales, organismos mundiales de establecimiento de normas y redes transnacionales de corporaciones, ONG, expertos y autoridades subnacionales”. Falta ver si, cómo y bajo qué liderazgo todos estos actores pueden producir decisiones claras y acción global efectiva. Pero el juego está en marcha.
Anne-Marie Slaughter, exdirectora de Planificación de Políticas en el Departamento de Estado de EE. UU., es directora ejecutiva del centro de estudios New America, profesora emérita de Política y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton, y autora de Renewal: From Crisis to Transformation in Our Lives, Work,
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