“No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”. La frase es de François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, quien está asociado con el principio de la tolerancia, siempre reñido con los fanatismos y dogmatismos ideológicos y religiosos, que tanto daño le han hecho y le hacen a la humanidad.
Traemos a colación este principio por el caso del fallecido Dave Capella, quien fue difamado en un programa de YouTube en momentos en que solicitaba ayuda para cubrir los gastos de hospitalización de él y sus padres, contagiados los tres con covid-19; pero también por la reacción que ha habido hacia los conductores de dicho espacio.
Este asunto plantea tres problemas. El primero es el uso y abuso de un canal de comunicación, bien sea YouTube, Facebook, Twitter o Instagram, para promover el odio o difamar, quizás –vamos a dar el beneficio de la duda– en la búsqueda de popularidad. Es lo que se podría llamar “la brutalización de las redes”. Esto explica que un intelectual como Mario Vargas Llosa no llegue a 10.000 seguidores; mientras que algunos tuiteros que solo se dedican a insultar y degradar a otros, llegan a tener cerca del medio millón. Hay una relación inversa entre el mensaje enviado y los “me gusta” recibidos.
En el caso de Dave Capella, los locutores, amparados en las facilidades comunicacionales que ofrecen las redes sociales, se sintieron con derecho a tildarlo de estafador. Pero más allá del hecho en sí o de que su familia decidiera entablar una demanda en Venezuela o en el Estado de Florida, lo que sentaría un precedente, preocupa el manejo que los “influencers” hacen de esa popularidad para afectar la imagen de otra persona. Las redes sociales se han convertido en un arma de doble filo y hay que tener madurez para darles un buen uso.
En segundo lugar, tenemos los límites a la libertad de expresión. Este derecho constitucional se refiere a la expresión de las ideas, no a promover el odio ni actos de violencia. Nadie puede usar este concepto para denigrar a los demás; y mucho menos para alterar el orden público y promover situaciones que pongan en riesgo la seguridad del Estado. Fue lo que ocurrió con el conocido caso de los “Papeles del Pentágono”. La libertad de expresión es de rango constitucional, pero tiene límites: nadie puede usarla ni para poner en peligro la seguridad del Estado ni para injuriar ni humillar a los demás.
El tercer problema se refiere a la preocupación de que el fiscal designado por la ilegítima asamblea nacional constituyente (siempre en minúsculas) pretenda utilizar el caso de Capella para controlar el uso de las redes sociales. Como quedó evidenciado en el caso de Donald Trump, a quien le fue cerrada su cuenta en Twitter, los proveedores de los servicios como YouTube, Twitter, Instagram y Facebook son empresas privadas. Ellas tienen sus propias reglas y son quienes las hacen cumplir. El fiscal es ajeno a este asunto porque estamos ante un caso de injuria que solo procede a instancia de la parte agraviada, en este caso lo familiares de Capella. Aquí no funciona la Ley del Odio, que es el instrumento inconstitucional que usa “el poeta de la revolución” para reprimir a disidentes y violar derechos humanos.
Lo que tiene que hacer Tarek William Saab es mirar a su alrededor y controlar a quienes usan los medios del Estado para lanzar amenazas y mensajes de odio contra los opositores. En varios programas de VTV, que no vale la pena ni siquiera mencionar, hay suficiente material para sus impulsos reguladores. Aquí tiene la oportunidad de demostrar que su mensaje sobre los derechos humanos es sincero y no un mecanismo de propaganda hipócrita.
Editorial de El Nacional