que hoy vivimos en esta malherida Venezuela no es otra cosa que un desvergonzado viaje hacia el pasado. Y lo calificamos de desvergonzado porque llamarlo de otra manera sería correr el riesgo de darle una categoría incierta que, a lo mejor, cualquier fanático puede llegar a utilizar a su favor con fines inconfesables. Peores cosas se han visto en estos menesterosos años.
Pero volvamos más al errático presente de la pandemia chavista que sufrimos desde hace un par de décadas y unos pedacitos más de años, desde que el finado doctor Caldera abriera las puertas para que uno de sus obsecuentes escribanos en Miraflores redactara el “sobreseimiento de la causa” (ojo, no hubo indulto, no se equivoquen) a los alzados contra la democracia y el orden constitucional ese mortecino 4 de febrero y, de paso, a quienes se activaron en un segundo golpe en noviembre del mismo año ¡también fracasado!
Vaya, vaya, menuda capacidad de organización, logística y coordinación para tomar por asalto el poder, sembrando muertos y, de paso, rendirse y terminar con la mayoría de los alzados entre rejas. Pero contaron con suerte: María Moliner en su diccionario nos aclara que sobreseer significa “suspender la tramitación de una causa por entender el tribunal que no hay motivo para proseguirla o por no existir suficientes pruebas”. Está visto que el poder acusa y luego limpia retroactivamente hasta los muertos.
¿Y por qué llegamos hasta la innecesaria e inútil memoria bolivariana, borrada sin misericordia y resucitada como una gesta heroica? Pues sencillamente porque en ese lejano, preciso y sorpresivo momento del acto oficial de sobreseimiento, se dio comienzo al viaje en retroceso que hoy padecemos en Venezuela en toda su extrema crueldad y miseria moral y material.
No es nada de ciencia ficción porque las plagas que nos avisaron en sus libros los anticipadores del futuro no incluían molestias como la falta de gasolina en un país que flota en petróleo, o la falta de agua en un territorio cruzado por ríos escandalosamente caudalosos, ni de tierras cultivables convertidas en desiertos, ni mucho menos de ganaderías enflaquecidas o reducidas a un montón de esqueletos expuestos a la vera del camino.
Los autores de ciencia ficción se mueven entre especulaciones inteligentes que dirigen sus inquietudes hacia las perversidades de avanzadísimas tecnologías y ambiciones y codicias que van más allá del globo terráqueo y sus infinitos alrededores. Lo que jamás imaginaron es que millones de seres humanos huyeran, en una inédita macroestampida, de un país rico, con inmensos recursos naturales y con una población con niveles de formación y educación más que aceptables, incluso superior a la media en toda la región.
Con esa marcha espontánea, desordenada y con rumbo inseguro (muy distinta a la insigne dirigida por Simón Bolívar) nacía el primer capítulo internacional de nuestro viaje al pasado en pleno siglo XXI. Lo grave era que aquello no estaba en la agenda política de nadie.
Y lo peor es que esa realidad (trágico maravillosa, diría cínicamente Alejo Carpentier) ya estaba anticipada en el experimento, o mejor, en la tragedia de Cuba, hoy empobrecida, miserable y prostituida en función del turismo europeo, endeudada y sin futuro por Fidel Castro y su hatajo de herederos. La marcha cubana, en su mayoría, fue a mar abierto, creando de paso el mayor cementerio marino del Caribe nacido en los innumerables naufragios en la travesía hacia la libertad en Florida.
A ese nivel tenebroso hemos llegado en medio de la pandemia del coronavirus. ¿Qué otra cosa más espantosa podemos esperar si el petróleo –ese “excremento del diablo”, decía Juan Pablo Pérez Alfonzo– vaga por el mundo sin rumbo ni precio fijo, zarandeado a placer por las jugarretas de Rusia y Arabia Saudita y su comandita, mientras la otrora poderosa Venezuela renquea detrás convertida en la pariente pobre de la familia, como un perro enfermo abandonado en la calle, que tiembla y se dobla cada vez que tose.
Vamos entonces (si el precio del petróleo no se apiada de nosotros, y jamás ha existido un mercado petrolero piadoso) embarcados en un viaje hacia el pasado, esto es, a ser otra vez como antes, cuando languidecíamos como una república enflaquecida, plagada de enfermedades como la malaria o la tuberculosis, con vías de comunicación precarias, con campos donde solo crece la delincuencia rural, con pueblos abandonados por la gente joven, con núcleos urbanos sin servicio continuo de electricidad, de agua potable y precaria atención médica, sin flujo permanente de telecomunicaciones y con deficiencias en el transporte urbano y suburbano.
Viajamos hacia el pasado porque nos borraron el futuro, o mejor dicho, lo expropiaron, porque a ellos (ya los conocemos) solo les satisface el presente: en él son ricos, poderosos y privilegiados. ¿Por qué van a ambicionar algo diferente?
Editorial de El Nacional