Miles de personas son torturadas cada día en el mundo. Se tortura a sabiendas de que hay una convención de Naciones Unidas que lo prohíbe, y que está vigente desde 1987 y que el planeta sigue girando y que ya andamos por la tercera década del siglo XXI. El ser humano desdice con frecuencia de su condición.
«Una sola víctima de tortura ya es demasiado», se le oyó a un experto de la ONU durante un seminario sobre el tema. Un Fondo de la organización que representa ayuda a casi 50.000 víctimas de tortura en 70 países. Una sola víctima sería un accidente; miles, una práctica sistemática.
Quien tortura sabe lo que hace y, por si hubiera dudas, los países, antes de torturar, se pusieron de acuerdo en todo lo terrorífico que encierra el término: infligir intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, físicos o mentales, para sacar de ella o de un tercero una confesión; o castigarla por algo que hizo, o que se crea que hizo, o intimidarla o coaccionarla por cualquier razón por cualquier tipo de discriminación. El torturador suele ser un funcionario que actúa con la aquiescencia de un superior que se lava las manos.
Todo este preámbulo viene a cuento porque cada 26 de junio se conmemora, desde 1997, el Día Internacional en Apoyo de las Víctimas de la Tortura. Se puede comentar que hay un día para todo pero este recuerda, por una parte, lo que los seres humanos pueden llegar a hacer contra sus semejantes y, por otra, es un llamado de atención para solidarizarse con quien sufre y colaborar con las organizaciones que denuncian los malos y degradantes tratos y ayudan a las víctimas a recuperar sus vidas.
Por muchos años estos dolores no fueron nuestros, sucedían en otros países de la región, que entonces padecían dictaduras militares –Pinochet en Chile, Videla en Argentina, Stroessner en Paraguay– que se asociaron para encarcelar, matar y desaparecer a sus opositores o a quienes creyeron sus opositores. No hay que olvidar a los Castro en Cuba, cuyo oprobio se mantiene. Ahora es nuestra lacerante realidad: el informe de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos en Venezuela documentó hasta septiembre del año pasado 122 casos de víctimas que fueron detenidas en la Dirección General de Contrainteligencia Militar.
De esas 122 personas, 77 fueron sometidas a tortura, violencia sexual u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes. La tortura se practicó en los sótanos de la sede de la DGCIM en Boleíta. También en El Helicoide, a cargo del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin). Se echan una mano unos a otros para castigar y humillar a militares que se rebelan, a periodistas que no callan, a defensores de derechos humanos, a simples manifestantes en alguna protesta, a sindicalistas. ¿No les dará vergüenza asociar el nombre de Bolívar con un organismo represor y desalmado?
La Coalición por los Derechos Humanos y la Democracia recordaba a principios de esta semana que en el país hay 293 presos políticos: 178 militares y 115 civiles. En la cuenta de Twitter de Provea –Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos– habla de la década oscura de Venezuela: 1.599 torturados entre 2013 y 2022 por policías, militares y colectivos armados durante los años de Maduro en el poder.
Editorial de El Nacional