Gracias a que todavía el operativo de aniquilamiento de los medios de comunicación independientes no ha concluido en su totalidad, los venezolanos nos hemos enterado de una espantosa masacre ocurrida en la zona de Barlovento, recién ocupada militarmente con el objetivo de proteger tanto a los habitantes de la región como a los viajeros que frecuentan esta vía hacia el oriente del país.
Quienes conocen de estos “operativos” de seguridad en los que intervienen soldados y oficiales de la Fuerza Armada podían apostar, con grandes y lamentables posibilidades de acierto, sobre lo que iba a ocurrir al tomar una medida como esa ya que, para dolor y luto de los venezolanos, la historia de este país nos ha demostrado los graves peligros que se corren al colocar en manos inadecuadas este tipo de operaciones puntuales contra el hampa.
Esta vez la prepotencia y la ceguera de los altos mandos los condujo en vía recta hacia la tragedia que, con igual o mayor daño, ha habíamos presenciado desde décadas atrás con un lamentable saldo de muertos, heridos y desaparecidos. Cambian solo los nombres de las víctimas y de sus deudos, pero permanecen inmutables las razones, o sinrazones, para empeñarse en entregar a los integrantes de las fuerzas armadas tareas para las cuales no están formadas y no le han sido asignadas por la ley.
De manera que al persistir el gobierno y el alto mando en enviar a los miembros de las fuerzas a controlar zonas urbanas, suburbanas o del campo, donde exista una preocupante actividad de grupos del hampa, incurren en una corresponsabilidad ineludible debido a que esa actuación es del todo ilegal y está fuera de su competencia, por lo que pueden ser juzgados por esos actos.
El equívoco de pensar, como ya ha ocurrido en otras épocas y gobiernos, que basta con la presencia numerosa de soldados para “poner suficiente orden” y espantar el peligro, nos es más que una gran ingenuidad y un error imperdonable que nunca ha traído paz ni tranquilidad, sino más tragedias a humildes hogares.
La militarización de la seguridad ciudadana no es la respuesta ni lo será nunca, por la sencilla razón de que la sociedad debe confiar esas responsabilidades a los cuerpos policiales que el Estado está en la obligación de entrenar y dotar de los recursos necesarios para que ejerzan sus funciones y protejan a los ciudadanos. Combatir el hampa común y corriente no es declarar una guerra ni combatir una guerrilla, faltaría menos.
De allí que era fácilmente predecible que esos arrebatos del oficialismo de usar la fuerza militar por un simple “quítame allá estas pajas” traerían consigo matanzas, torturas y desaparecidos que, desde luego, son consustanciales con el uso de soldados y el empleo de armamento militar para capturar o matar a ladrones de carreteras.
No olvidemos la matanza de El Amparo, donde fueron fusilados unos pescadores que, aún en el caso de que fueran delincuentes, debían ser apresados y juzgados por un tribunal. Los militares se resisten a entender que la fuerza y la violencia nada tienen que ver con la justicia y que a ellos, más allá de cualquier duda, les corresponden tareas muy diferentes a las de apresar bandas de malhechores. Para eso están entrenadas y armadas las policías.
Editorial de El Nacional