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Una fecha infame

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Una fecha infame

 

 

El domingo 7 de diciembre fue para Franklin D. Roosevelt y millones de sus compatriotas una fecha a pervivir en la infamia. Ese día, la Armada Imperial Japonesa consumó un sorpresivo ataque contra la base naval de Estados Unidos en Pearl Harbor, Hawái. Tan infame como el bombardeo nipón fue para Venezuela el alevoso alzamiento militar del 4 de febrero de 1992, comandado por los tenientes coroneles Hugo Rafael Chávez Frías, Francisco Arias Cárdenas, Yoel Acosta Chirinos, Jesús Urdaneta y Miguel Ortiz Contreras.

 

 

Se trató de un cuartelazo perpetrado contra el gobierno presidido por Carlos Andrés Pérez, quien acababa de regresar del Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, a fin no solo de romper el hilo constitucional, sino de ejecutar al jefe del Estado y a su familia, como hicieron los bolcheviques con los Romanov. Pérez, demostrando el coraje y la determinación de un demócrata con energía, tal se posicionó en su campaña electoral, logró evadirse de Miraflores y llegar a Venevisión, desde donde se dirigió al país en dos ocasiones para informar sobre la situación, la cual fue controlada y, en consecuencia, los insurrectos se rindieron y debieron entregarse, recuperando CAP su condición de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas.

 

 

Aquella encachuchada y nada épica sedición incubada en el seno de una organización conocida como Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 (MBR-200) y fundamentada en una ensalada ideológica con base en el «pensamiento de Simón Bolívar», e ideas revolucionarias pescadas en manuales del tipo Marxismo para principiantes, fracasó; sin embargo, sus consecuencias fueron enormes, en virtud de la ingenuidad (¿deliberada?) del general Ochoa Antich al obsequiarle a Hugo Chávez sus 15 minutos de fama, condensados en dos palabras: ¡por ahora!

 

 

Han transcurrido 31 años de aquel chapucero intento de golpe que catapultó a Chávez a la cima del poder, gracias al escaso atractivo de Henrique Salas Römer, el desplome del puntofijismo, el revanchismo de los notables y, sobre todo, la abstención, producto del desencanto y la inconformidad de la población con un sistema teóricamente inclusivo, pero discriminatorio en la práctica —el único vehículo de movilidad social era la educación, y aunque esta era gratuita, no todos podían darse el lujo de enclaustrarse en las aulas durante al menos tres lustros—. La fecha cobró rango de fiesta patria, porque carente de una epopeya, como la de la generación del 28, por ejemplo, el comandante eterno y sus áulicos manipularon la historia, sabiendo que, como aseveró George Orwell, «Quien controla el presente, controla el pasado y quien controla el pasado, controlará el futuro».

 

 

Convertidas la traición y la deslealtad en motores de una saga merecedora de rojas pompas y circunstancias, los pesuvecos, asumen el 4 de febrero como un parteaguas entre la fenecida república civil y la nación comunal en ciernes; pero el 4 de febrero de 1992 no es más que otra fecha infame, una antiefeméride cuya invocación no sirve sino para dividir aún más a la de por sí fracturada sociedad venezolana.

 

 

 

Editorial de El Nacional

 

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