Cada vez que Fidel Castro hablaba de Venezuela siempre hacía referencia a que nuestro país poseía las más grandes reservas petroleras del mundo y que, por tanto, era el blanco inevitable de la codicia de las grandes transnacionales de la energía. Tan grande era el peligro, que se encargó personal y rutinariamente de recordar a los venezolanos que estos lobos estaban a la vuelta de la esquina, acechando el momento para dar cuenta de las desprevenidas ovejas.
Pasaba el tiempo y las reservas más grandes del mundo seguían allí, bajo tierra, esperando la llegada de los lobos. Y estos se fueron volviendo desconfiados y miraron hacia otros lados donde el petróleo no fuera tan “gran reserva” y tan sudoroso el esfuerzo de convertirlo en pingües ganancias para los accionistas gringos y europeos.
Pero Fidel no se olvidó del petróleo venezolano, al punto de que con cada nuevo gobierno que llegaba a Miraflores, el astuto barbudo insistía en convenir un trato que le permitiera recibir, en condiciones muy favorables, la cuota de barriles para su isla.
Tanto fue el cántaro al agua hasta que Fidel se encontró, luego de un largo peregrinaje por el desierto, con el comandante inmortal, fabricado a sus sueños y medidas, manirroto con lo que no era de él y regalón compulsivo a más no poder. En ese momento se supo que el lobo era Fidel y que por fin le había hincado el colmillo en la yugular al petróleo venezolano y, para peor, a precio justo estilo Sundee, por debajo del costo y sin margen de ganancia, a crédito, pagadero en cuotas alzhéimer, subsidiadas y olvidadizas, con barriles extras para ser comercializados en el mercado internacional, y pagaderos en moneda dura y no tan pura.
La verdad es que Fidel se sintió como Rico McPato, en ningún momento como un tarambana joven que ha heredado una fortuna, sino como un magnate petrolero que acababa de firmar uno de los contratos más suculentos de su larga vida de expoliador de riquezas ajenas. Bienvenido a Wall Street, míster Castro. Maestro.
Pero esta jugada con el petróleo venezolano no ha sido la única joya de la corona, sino la culminación de una larga carrera de estafas y engaños financieros a decenas de países. De allí que Fidel Castro inició una larga, reiterativa y cínica campaña global contra “el pago de la deuda por parte de los países pobres”, pero que, en el fondo, reunía no solo sus viejas artimañas de no cancelar los préstamos con los financistas internacionales sino que abría un paraguas para el resto de los dictadores tercermundistas que colocaban esos préstamos en cuenta personales en Suiza y otros paraísos fiscales.
Fidel afinó además una cínica estrategia: se declaraba en mora, prometía abrirse un poco al respeto a los derechos humanos y luego de este acto de constricción exigía la condonación de buena parte de la deuda acumulada que, en realidad, era basura incobrable. ¡Y se la condonaban años tras años! Milagro e imbecilidad de la burocracia europea.
Venezuela vive hoy una escasez única en el mundo: no hay billetes, y los que circulan tiene el mismo valor del equipo que gobierna este país; es decir, poco o nulo. Somos, quizás, el único país en el cual los bolsillos de los pantalones y las carteras son inútiles.
Editorial de El Nacional