Las cifras son abrumadoras. Más de 18 mil personas han sido asesinadas según estimaciones conservadoras de Naciones Unidas. Otras fuentes no oficiales elevan la cifra por encima de los 60 mil muertos. Pero el enviado especial de Estados Unidos para Sudán, Tom Perriello, ha llegado a estimar que el número real podría superar las 150 mil víctimas, en los poco más de año y medio desde que el conflicto inició.

 

El desplazamiento masivo es la cara más dramática de esta guerra. Más de 15 millones de personas se han visto obligadas a huir de sus hogares, 11,3 millones dentro del país y el resto en el exilio. Es, según la ONU, el mayor desplazamiento interno jamás registrado en una sola crisis mundial en la historia. Casi 18 millones de sudaneses padecen hambre, y cinco millones están al borde de la hambruna. Entre el 70 y el 80% de las instalaciones de salud han dejado de funcionar. Y los casos de violencia sexual se multiplican, usados como arma de guerra.

 

La magnitud del sufrimiento llevó al director de la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU, Tom Fletcher, a una frase que lo resume todo: “Sudán se ha convertido en un triste ejemplo de indiferencia e impunidad en el mundo. Esta es la mayor crisis humanitaria del planeta. Treinta millones de personas, la mitad de la población, necesitan ayuda vital como consecuencia de una guerra despiadada”.

 

Pese a todo, la atención internacional sigue siendo limitada, casi inexistente. Sudán es hoy mucho más que un campo de batalla entre dos generales. Es el espejo de una comunidad internacional que ha normalizado la barbarie. Un país destruido por la ambición, por los intereses económicos y por los juegos de poder de actores externos, entre ellos los supuestos aliados financieros y militares de las milicias. Un cementerio de promesas rotas, donde la indiferencia se ha vuelto rutina.