Sergei Shoigu, ministro de Defensa ruso, aseguró el jueves a su homólogo norteamericano, Chuck Hagel, que las tropas rusas no invadirán el este de Ucrania. Por «oeste» se entiende la península de Crimea, que tiene -pese a su interés geoestratégico y artístico/histórico- una extensión exacta de 27.000 kilómetros cuadrados y dos millones de habitantes frente a los casi 600.000 kilómetros cuadrados y 45 millones del resto de Ucrania.
La promesa del Kremlin a Estados Unidos de que no hará saltar con sus carros de combate las barreras de Ucrania al ritmo de las Valkirias suena chocante, paternalista y hasta con ribetes nazis; pero -si es cierta, y hoy por hoy hay que pensar que es una declaración sincera- significa que Rusia acepta la derrota y la pérdida del inmenso territorio ucraniano, del que durante mucho tiempo se consideró dueño y señor.
El resto es teatro y efervescencia. El tono bravucón del presidente Putin trata de esconder en realidad que Rusia se encuentra a la defensiva, en particular en su pulso con Estados Unidos, que tiene mucho menos que perder que Europa en esta crisis. Las declaraciones de unos y otros, las escaramuzas, las concentraciones de tropas y el intercambio de sanciones económicas son en realidad árboles que impiden a muchos ver el bosque.
A diferencia de lo que ocurría hasta comienzos de año, hoy nadie duda -ni en Occidente ni en Moscú- de que Ucrania, dividida antes a partes casi iguales entre proeuropeos y prorrusos, ha caído definitivamente del lado de Occidente. En los primeros días de la crisis de Crimea, uno de los principales analistas de Estados Unidos y asesor de Obama, Ivo Daalder, lo dijo al estilo tejano en unas declaraciones a «The New York Times»: «OK. Hemos perdido Crimea. Pero el resto de Ucrania está con nosotros».
ABC.es