La tramitación parlamentaria de la Ley de Reforma Local deja en evidencia las dificultades de un proyecto rechazado por la izquierda, que despierta recelos en parte del PP y cuenta con la desconfianza de los nacionalistas. Racionalizar servicios públicos y evitar duplicidades son objetivos que necesitan de explicaciones precisas porque la operación en curso parece llamada, en realidad, a colaborar en el severo objetivo de ajuste autonómico y municipal (17.500 millones en dos años) comunicado por el Gobierno a la Comisión Europea.
El Ejecutivo ha matizado sus primeros propósitos. Si la idea inicial fue modernizar un sistema municipal muy atomizado (8.117 Ayuntamientos), posteriormente renunció a forzar la fusión de municipios, pese a la escasa viabilidad de muchos de ellos, y a recortar el número total de concejales. La versión actual del proyecto de ley sí fija un techo de retribuciones a los alcaldes, lo cual acabará con las disparidades existentes. También somete las cuentas municipales al control del Ministerio de Hacienda, que se erige en garante de la Ley de Estabilidad Presupuestaria, cuando las Administraciones locales cumplen mejor que otras al haber tenido superávit en 2012, según datos reconocidos por el ministro Montoro al Congreso.
Pero la almendra de la reforma es un conjunto de servicios sociales teóricamente atribuidos a las autonomías, y que en la práctica prestan los Ayuntamientos. Esto se refiere a las ayudas a ancianos en domicilios o en residencias, teleasistencia, prevención e inserción social, comedores públicos, consultorios médicos, servicios de atención urgente (como el SAMUR) y otros. Una cosa es rebajar el precio de los servicios de proximidad y clarificar qué Administración debe ocuparse de qué; y otra muy distinta, dejar de prestarlos. Suprimir o reducir servicios sociales es un problema que debe abordarse de frente, sin enmarañarlo en una reforma presentada como una simple racionalización de la arquitectura política del país.
Otro punto polémico es el fortalecimiento de las Diputaciones Provinciales, a las que se encomienda la “coordinación” de otros servicios (residuos, limpieza, abastecimiento de agua, pavimentación) prestados en municipios de menos de 20.000 habitantes (el 87% del total). Las diputaciones no son órganos de elección directa y su fama de organismos clientelares no es el mejor aval para otorgarles más poder. Todo ello sin olvidar que el Gobierno ha tenido que negociar con el PNV para garantizarle que la ley estatal dejará intactas las competencias forales en la materia; y que CiU le acusa de “traición a Cataluña” por imponer una norma estatal sobre la autonomía que el Estatut le concede.
Es difícil aplicar corsés estrechos a realidades tan diferentes como los pequeños municipios (la gran mayoría) y las ciudades muy pobladas. En todo caso, urge que el Gobierno responda a las dudas planteadas sobre la posible desprotección de millones de personas, acostumbradas a servicios que pueden dejar de recibir.
Editorial El País