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Protestas campesinas

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Protestas campesinas

 

El tránsito a páramos sin actividades que dañen estos ecosistemas solo será exitoso si es incluyente. El diálogo, sin presiones, es el camino.

Hay que rechazar, como siempre desde estos renglones, las vías de hecho a las que han recurrido campesinos y mineros de seis departamentos para protestar contra el Decreto 044 del Ministerio de Ambiente que reglamenta la Ley 1930 de 2018, que protege los páramos del país. Argumentan que la delimitación de la frontera agrícola en los páramos los perjudica, según estas normas, pues no les deja tierra para trabajar.

El impacto de las protestas comienza a sentirse. Toneladas de alimentos se pierden, a la vez que empieza a rondar el fantasma del desabastecimiento. En buena hora el Gobierno abrió ayer una mesa técnica para escuchar a los voceros de quienes protestan. Pero debe tener claro que ha de primar el bienestar general y no puede haber campo para chantajes.
El marco de esta situación es el del precio que toda la sociedad tendrá que asumir para dar paso a nuevos modos de producción con menor presión sobre los bienes y recursos naturales. Esto último es absolutamente necesario y debe hacerse a un ritmo que atienda las advertencias de los científicos sobre las consecuencias catastróficas –algunas ya inevitables– de no transformar paradigmas. Los argumentos de los manifestantes dan cuenta de la dificultad para avanzar en esta dirección. Los ideales se chocan de frente con la realidad en los territorios.
Se necesitan mecanismos más claros que no caigan en el error de garantizarles a los campesinos apenas lo mínimo.

Hay que tener presente que la ley en cuestión da cuenta hasta cierto punto de esta problemática: establece posibilidades de reconversión para los habitantes paramunos y se reconoce su presencia en dichos territorios. Y hay que recordar que ya existen resoluciones que regulan la actividad agropecuaria que dejan claro que esta no puede ser a gran escala.
Otro panorama, más complejo, es el de la minería, donde no es tan fácil trazar el límite entre la subsistencia y la codicia, entre la explotación artesanal y ancestral y la que tiene detrás estructuras de crimen organizado. Aquí el reto para el Gobierno es mayor en cuanto al rigor con el que se establecerá qué minería está atada a una tradición y a un territorio y cuál tiene otros propósitos. En cualquier caso, su origen tradicional no puede ser excusa para que persista en el uso de elementos como el mercurio.
La conservación de páramos y ecosistemas en riesgo requiere, sí o sí, de herramientas y planes que les ofrezcan a los habitantes de estos lugares la posibilidad cierta de un tránsito a condiciones de vida atractivas para ellos. Lo último a lo que la normativa debe conducir es a un desplazamiento forzado por la necesidad de conservar. Se requieren mecanismos más claros que no caigan en el error de garantizarles a los campesinos apenas lo mínimo, deben ofrecerles opciones concretas y viables. De ahí la necesidad de que todo lo que ahora se discuta con sus representantes termine en decisiones ancladas a partidas presupuestales.

Y en el fondo está la obligación de dejar de lado aspiraciones maximalistas: ni los ambientalistas pueden aspirar a que cese toda actividad económica en los páramos, ni los campesinos y mineros, pretender que no hay una crisis climática en curso y seguir haciendo lo de toda la vida. Concertar con realismo es lo ideal. El reto es encontrar el fiel de la balanza, y la clave está en una virtuosa y ejemplar gestión gubernamental.

EDITORIAL DE EL TIEMPO. COM  DE COLOMBIA

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