Pedro Sánchez lo logró: ayer fue reelegido en la presidencia del gobierno español. Es un caso extraordinario. Se trata del primer presidente que pierde las elecciones, pero consigue la mayoría absoluta en el parlamento para seguir gobernando. Hay que reconocerle dotes de prestidigitación.
Quizás también convenir con Arturo Peréz-Reverte que es «un killer«, como lo definió años ha: «No me pierdo una intervención suya (…) no le importa nada (…) es inmune a la hemeroteca, es ambicioso, sin escrúpulos, valiente, es un killer, los ha matado a todos (…) a Rajoy, mató a Felipe González, mató a Alfonso Guerra y matará al rey si puede».
El acto en dos funciones que supuso la nueva investidura -¿o será «embestidura»?- es una delicia de curiosidades contradictorias. Mientras Sánchez pronunciaba su discurso animado por la búsqueda de la «convivencia» que lo desvela, un despliegue de 1.600 policías rodeaba el Palacio de las Cortes, donde sesiona el Congreso de los Diputados. O convivencia significa otra cosa y hay que recurrir a la RAE, que tan española es, para salir del despiste o lo que pretende vender el líder socialista hace prender todas «las alarmas democráticas», como advirtió Alberto Núñez Feijóo. Y las sirenas policiales.
Una vez que Sánchez dijo lo que iba a decir, y repitió lo que había dicho en sucesivas intervenciones, brilla otra contradicción: la convivencia no es para todos. No es el reencuentro de los españoles, como pregona. La minoría más grande del Congreso, que es el PP; la mayoría absoluta del Senado sin pactos con nadie, que es el PP; las 12 de 17 comunidades autonómicas que gobierna el PP, no están invitadas a la fiesta de los abrazos que comanda Sánchez. Es la «derecha retrógrada» y el presidente del gobierno levanta un muro, como Trump, del que tanto reniega y al cual se va pareciendo, para separar a los españoles “movidos por el odio”. Divide y vencerás, ¿suena, verdad?
La convivencia es tan frágil como un cristal, incluso entre su «mayoría progresista». Finalizado el acto de investidura, el viejo mejor amigo de Sánchez, Podemos, anuncia que es posible que deje de pertenecer a la plataforma multigrupos de Sumar si lo sacan del gobierno. Los «podemitas» de Pablo Iglesias, amigos para siempre de la causa bolivariana, prefieren refugiarse al lado de la izquierda independentista catalana, vasca y gallega. Y la portavoz de Junts en el Congreso, Miriam Nogueras, le puso los puntos sobre las íes al presidente reelecto. El término diálogo, lo corrigió, no está en el acuerdo entre Junts y el PSOE, sino «negociación», y lo apremió a cumplir cada una de «las 1.486 palabras de lo firmado».
La intervención de Nogueras, entre todas las que se han producido durante las dos funciones del acto de investidura, es la más reveladora de la sumisión de Sánchez y su próximo gobierno a una minoría que obtuvo 391.634 votos (1,6%) en las elecciones del 23 de julio, pero sus 7 escaños parlamentarios eran la llave mágica para abrir de nuevo las puertas de la Moncloa. Nogueras le dijo -¿le advirtió, le amenazó?- a Sánchez: «Quisiera darle un consejo, con nosotros no intente tentar la suerte, no le funcionará». Vale la pena preguntarse cómo sería la discordia si no existiera una convivencia como esta.
Como parte del pacto de investidura, Junts -que es la derecha catalana, pero al parecer no retrógrada- y el PSOE acordaron someterse a una verificación internacional, en Ginebra y por personajes que no sean ni catalanes ni españoles, de la que dependerá «la estabilidad de la legislatura (es decir, del gobierno), sujeta a los avances y cumplimiento de los acuerdos que resulten de las negociaciones».
La primera cita de «verificación» es este mismo mes. Carles Puigdemont y los suyos están apurados. Pedro Sánchez investido, cobró primero. Pero tendrá que empezar a pagar las facturas.
Editorial de El Nacional