A más billetes circulando, más suben los precios. Y esa espiral puede despertar a un monstruo muy temido por los economistas: la hiperinflación.
Imagina que vas al quiosco de tu barrio a comprar chuches. En una bolsa metes todas las gominolas que te apetecen. Además, ya puestos, le pides al quiosquero patatas fritas, gusanitos, nachos, palomitas y pipas. No te reprimes; total, llevas suficiente dinero en la cartera.
Sacas el sobre que te regalaron tus primos por tu cumpleaños. Después de soplar las velas te dijeron que cada uno había puesto un billete de veinte. Como tienes cinco primos, enseguida calculaste que en el sobre había cien euros, y te ilusionaste pensando en todas las cosas que podrías comprar con esa cantidad de dinero. Pero cuando vas a pagar, se te cae la cara de vergüenza: te das cuenta de que los billetes son del Monopoly…
Hace años, quizá no te habrías dado cuenta de la broma y habrías intentado pagar con ese dinero, pero ya tienes la edad suficiente como para saber que si quieres comprar en la economía real, necesitas billetes de curso legal. No comprendes muy bien el porqué, pero entiendes lo bastante como para saber que el quiosquero se puede tomar muy mal que pretendas pagarle con billetes del Monopoly.
Más valen cinco euros (de curso legal) en el bolsillo…
Llevo muchos años impartiendo la asignatura de Economía Política en la Universidad de Granada, y cuando me toca explicar el tema sobre El dinero y la política monetaria, siempre empiezo haciendo la siguiente pregunta a mis estudiantes: “Si alguien os diera a elegir entre un billete de quinientos del Monopoly o uno de cinco euros, ¿cuál preferiríais?”. A menos que en la clase haya algún friki del Monopoly –cosa que nunca me ha sucedido–, lo normal es que se decanten por la segunda opción.
La clave de ello está en el poder adquisitivo. Aunque nominalmente el billete de quinientos del Monopoly es más alto que el de cinco euros, solo este último nos permite comprar cosas en la vida real, ya que es una moneda de curso legal. A las personas nos interesa el dinero por su valor real, no por el nominal. Es decir, por su poder adquisitivo o capacidad de compra y no por su denominación: de nada me sirve un billete de quinientos con el que no puedo ir de compras.
Pagamos con dinero y lo aceptamos a cambio de algo (nuestro trabajo, por ejemplo) porque hay una convención social, respaldada por un marco legal que establece cuál es la moneda oficial de un país. En nuestro caso, el euro.
El dinero oficial que circula en la economía no funciona de la misma manera que lo hace en los juegos de mesa. Las instituciones encargadas de diseñar la política monetaria –que es la que tiene que ver con el dinero– no pueden imprimir billetes porque haga falta, y la razón es muy sencilla: si lo hicieran, perderían valor real. O dicho con otras palabras, se reduciría su poder adquisitivo.
El fantasma de la inflación
Para entender por qué sucede esto, imagina una balanza. En uno de los lados está el producto agregado (el conjunto de bienes y servicios) que se genera en la economía, mientras que en el otro se encuentra el dinero que circula en la misma. Para que dicho dinero conserve su valor real (su poder adquisitivo), la balanza debe estar en equilibrio.
¿Qué pasaría entonces si las autoridades monetarias se dedicaran a imprimir más billetes? La balanza ya no estaría en equilibrio: se inclinaría hacia abajo en el lado del dinero y hacia arriba en el del producto agregado. Esto significa que los bienes y servicios suben de precio y que el dinero pierde poder adquisitivo.
En la actualidad, el dinero que circula en la economía tiene una estrecha relación con los bienes y servicios que se producen en ella (aunque no siempre fue así: hubo un tiempo en que estaba ligado a las reservas de oro de los países). Por esta razón, imprimir más dinero no va a solucionar ningún problema, sino al revés, va a crear otro peor: la inflación, que es la subida generalizada y continua del nivel general de precios.
Lo explicaré con otro ejemplo: imagina ahora que vivimos en un país donde el presidente toma todas las decisiones de manera centralizada. Para contentar a la población no se le ocurre otra idea mejor que mandar al Banco Central imprimir más dinero y repartirlo a través de los ayuntamientos de cada ciudad y de cada pueblo. ¿Qué sucedería entonces? La mayoría de la gente se iría a gastarlo, lo que haría subir los precios de los bienes y servicios. En poco tiempo volveríamos a encontrarnos en la situación inicial.
Si el presidente decidiera imprimir y repartir más dinero cada vez que regresáramos al punto de partida, esa economía entraría en una espiral de subidas de precios que podría conducirla a uno de los problemas más temidos por los economistas: la hiperinflación. ¿Y por qué es tan temible la hiperinflación? Pues porque los países que la han sufrido a lo largo de la historia –Alemania, Hungría, Argentina y Venezuela, entre otros– han tardado mucho en salir de esta situación tan perversa: los precios suben continuamente, hay una gran escasez de bienes y servicios, se extiende la incertidumbre entre consumidores y productores, que no saben muy bien cuándo ni a qué precios comprar y vender, etcétera, etcétera.
En conclusión, imprimir dinero no es la solución. Lo que hace falta es fomentar una economía sostenible, es decir, respetuosa con el medio ambiente y con los derechos de las personas.
Culturizando