Dicen los reportes publicados por la prensa internacional que los acuerdos básicos para el inicio de las negociaciones entre el régimen de Maduro y la oposición democrática están listos. Las dos cuestiones operativas han sido definidas: comenzarán en México, el 26 de noviembre. A partir de ese momento, los encuentros se realizarán cada 15 días. Más sustantiva es la cuestión del mediador, que estará bajo la responsabilidad del gobierno de Noruega.
Hay que recordar esto: la oposición democrática venezolana llega a estas jornadas de negociación, una vez que ha sido sometida a un largo proceso de presiones por gobiernos de América Latina y Europa, entes multilaterales y numerosos factores políticos. Los amigos de los eufemismos prefieren afirmar que han sido persuadidos. Una visión descarnada de los hechos obliga a reconocer que han sido puestos contra la pared, bajo la amenaza de que si no se sientan a la mesa de negociación, perderán el resto del frágil y exiguo apoyo político y legal que todavía mantiene con vida al gobierno interino y, en líneas generales, a una oposición a la que, en el plano internacional, se la reconoce como el representante político de la inmensa mayoría del país.
Las noticias nos anuncian lo siguiente: que uno de los puntos clave de la negociación será el desbloqueo de 2.700 millones de dólares, para que Maduro lo invierta en el sistema eléctrico, el sistema de salud y en otras cuestiones prioritarias. Las preguntas caen sobre nuestras cabezas, como caen las cosas a tierra atraídas por la fuerza de gravedad: ¿cuál es la probabilidad de que una parte sustantiva de esos recursos no sean robados? ¿Qué garantías hay de que no serán utilizados para financiar más represión, más tortura y más redes de espionaje? ¿Quién determina cuáles, entre los miles y miles de graves problemas que tiene el país, son los prioritarios?
Pero lo dicho es solo la parte visible del iceberg. Lo más alarmante es que, hasta ahora, nada se dice de lo que la sociedad democrática venezolana obtendrá, por ejemplo, si levanta los controles de esos 2.700 millones de dólares. ¿Maduro ordenará la liberación inmediata de todos los presos políticos? ¿Revertirán las medidas de cierre de centenares de emisoras de radio y televisión? ¿Permitirán la convocatoria a un proceso electoral libre, transparente, equitativo y que incluya la participación de los venezolanos que viven fuera del país?
Cierto es que las partes que participan en una mesa de negociación deben evitar comunicar en la esfera pública cuáles son sus objetivos y sus estrategias. Toda negociación debe, por principio y para hacerla viable, velar por la confidencialidad de la misma.
La alarma presente en la sociedad venezolana no es arbitraria. No solo se fundamenta en el largo expediente de mesas de negociación fallidas, que solo han servido para que Maduro obtenga tiempo para fortalecerse en el poder. La otra cuestión sustantiva es el absoluto desequilibrio y total falta de correspondencia entre las aspiraciones de Maduro y los suyos, y las que constituyen el interés de la sociedad venezolana.
Mientras la oposición reclama la restitución de derechos vigentes en la Constitución ―respeto a los derechos humanos, derecho a disentir, a expresarse, a ejercer la política en libertad, al debido proceso, a igualdad ante la ley, a vivir en un sistema que asegure la división y autonomía de los poderes públicos―, el petitorio gubernamental habla de su precariedad esencial: dinero, impunidad, inmunidad internacional, liberación de sus socios delincuentes.
Estos son, en lo esencial, los componentes principales de la escena que se pondrá en marcha el 26 de noviembre. Nos equivocaríamos si pensáramos que la viabilidad o no de la mesa de negociación depende de la estrategia o astucia de los negociadores de la oposición democrática ―que estarán obligados a sonreír al verdugo ante las cámaras―. No. Dependerá de qué harán las distintas fuerzas internacionales que se han puesto de acuerdo para imponer la mesa ―Biden, López Obrador, Petro, Borrell y tantos otros― cuando sea inequívoco que Maduro no está dispuesto a conceder ni un palmo de terreno a la legítima aspiración democrática venezolana.
Editorial de El Nacional