Nunca dijeron por qué había que cambiar la Constitución de 1961, qué no servía o qué impedía el libre albedrío, la justicia social y el desarrollo económico. No se trataba de la reforma de un artículo ni de la incorporación de un capítulo, tampoco de reparar alguna injusticia o falta de equidad. La intención era demoler la república para reconstruirla desde cero. Comenzar el derrumbe de la institucionalidad recobrada bajo la férula del general Juan Vicente Gómez, que no es poco. Ahí están los escombros.
Desde mucho antes de someter a referéndum para la convocatoria de una asamblea constituyente originaria hubo trapacería y mala intención. Se irrespetó la carta magna en febrero de 1999 cuando el vencedor de la contienda electoral manifestó que juraba sobre una Constitución moribunda y se le hizo a un lado cuando no se siguieron los procedimientos que establecía para su reforma o enmienda. Desde el más alto tribunal, el mismo que se prestó al defenestramiento de Carlos Andrés Pérez y a su encarcelamiento, se sentenció que el procedimiento irregular se ajustaba a derecho, pero calló cuando la soberanía popular fue burlada y despojada de la representación proporcional de las minorías. Mediante un algoritmo inventado por un matemático diestro en tetas y nalgas fue posible que quienes sacaron menos votos se hicieran con la mayoría absoluta y aplastante. Su gran victoria: en sus manos quedaron los ascensos militares.
Aprobaron una lista de buenos deseos hecha a la medida de Hugo Chávez que desmejoraba en mucho el texto de la Constitución de 1961. Si antes hubo un país presidencialista, con la “bicha”, como la llamaba el principal redactor, la desviación personalista se incrementó. No obstante, la preocupación del público municipal y espeso era el cambio de nombre del país a «República Bolivariana de Venezuela». Además, se aumentó el período presidencial a seis años con una reelección inmediata, pero luego se cambió a indefinida en un golpe electoral.
Unos y otros presentaban orgullosos la numerosa cantidad de artículos referidos a la protección de los derechos humanos. Decían que era la más avanzada del mundo en la materia y que ahora la democracia sería participativa y protagónica, que representativa quedaba atrás junto con la corrupción de los cuarenta años de bipartidismo adeco-copeyano.
El país estaba tan lelo con tantas sorpresas y tantos cambios que no reclamó a sus representantes en el Senado y la Cámara de Diputados su entrega al chavismo de la directiva del Congreso “como un gesto de buena voluntad”. Los partidos democráticos se sentían inferiores ante el fanfarroneado triunfo de Chávez, que sacó los mismos votos que Lusinchi en su momento, aunque mucho se benefició de irregularidades en los centros electorales.
Como si fuera poco, otorgaron una ley habilitante para que el jefe del Estado gobernara mediante decretos-leyes con mucha influencia cubana a traspuertas.
La huelga petrolera azuzada desde el gobierno y la renacionalización de las empresas públicas privatizadas permitieron el uso discrecional de los recursos. La contraloría social, sin poder, la combativa Contraloría de la democracia. Pdvsa y el Seniat devinieron en la caja chica de Miraflores. De rato en rato el presidente encontraba un millardito debajo del escritorio para “ayudar al pueblo”, a su gente más querida.
Las expropiaciones, la mala administración y la corrupción sin freno ni control demolieron el aparato productivo, al tiempo que se perseguía la prensa libre, se encarcelaba a los opositores y se arruinaba a los empresarios nacionales. Mientras se devaluaba la moneda y Jorge Giordani le quitaba importancia a la inflación que empobrecía a todos a velocidades desquiciantes, altos funcionarios, militares a punto de pasar a retiro y oficialistas en general se dedicaban a acumular capital, a comprar fincas ganaderas y a abrir cuentas en paraísos fiscales por miles de millones de dólares.
Con los altos precios del petróleo habilitaron una chequera que iba por el mundo comprando apoyos, amparando negocios turbios y despilfarrando futuro. Venezuela le pagó la deuda externa a Argentina sin retribución, engordó los negocios de Lula en Brasil y nutrió en abundancia a la camarilla que reina en Cuba. Destruida la industria petrolera y con los prestamistas pisándoles los talones, nunca más se acordaron de los numerosos artículos de la “bicha” que deben proteger y defender los derechos humanos, mucho menos los derechos ambientales. Se aplicó la represión sin misericordia y se utilizó el sistema judicial para criminalizar la actividad política. Nadie se acuerda de la democracia participativa y protagónica, pero basta que se vaya la luz para que en todo el país le miente la madre a Maduro. Pobre señora. Vendo manual de demolición.´
Ramón Hernández
@ramonhernandezg