La administración Maduro arranca el año 2014 con un severo problema que puede complicarle en extremo su hoja de ruta, pero al mismo tiempo con una potencial y nada despreciable ayudadita en la que confía para sortear los efectos políticos adversos de esa situación.
El problemón para el gobierno deriva de la situación social que enfrentan –y lo harán todavía más en este año– un porcentaje importante de los venezolanos. Comparada con la región latinoamericana, nuestro país sigue siendo –de lejos– el de peor desempeño económico.
Durante el 2013 se registró la inflación más alta de los últimos 10 años, así como una situación de desabastecimiento que no tiene comparación en la historia moderna del país. Por más controles, ensayos, insultos, amenazas y acciones represivas contra comerciantes y empresas, las familias venezolanas terminaron el año con una inflación oficial del 56% y de 79% para los alimentos.
El 2014 comienza así con cerca de 4 millones de personas en condición de necesidad alimentaria extrema (13% de pobreza crítica), y con un 35% adicional (11 millones de venezolanos más) en situación de pobreza, en medio de una situación económica de elevada inflación, notable desabastecimiento y decrecimiento del PIB.
Tanto las crónicas políticas de desestímulo al crecimiento económico y a la productividad interna implementadas por los gobiernos de Chávez y Maduro, como las que necesariamente tendrán que adoptarse este año para intentar «medio» equilibrar los severos desajustes macroeconómicos, terminarán por impactar desfavorablemente la capacidad adquisitiva de los trabajadores, reducir el consumo, y muy probablemente aumentar la conflictividad social que ya viene amenazando desde el año pasado.
En síntesis, la principal y más peligrosa amenaza para el Gobierno proviene de la molestia y frustración sociales acumuladas, de cómo éstas se expresen o no en términos de conflictividad, y cómo se gerencie su manejo desde el Gobierno.
Los meses que vienen no lucen ciertamente muy auspiciosos. Pero lo que es todavía más preocupante, es que la oligarquía oficialista –dado su composición y comportamientos anteriores– ciertamente no luce capacitada para generar confianza en este escenario.
Sin embargo, para evitar que esta situación le genere costos políticos indeseables para su popularidad e imagen, la administración madurista confía en el apoyo proveniente de ciertos sectores procedentes de la acera opositora.
Casi desde el mismo 8 de diciembre, se han desatado pugnas y tensiones internas en el mundo opositor. Algunas derivan del cuestionamiento de sectores tanto a la conducción política de la MUD como al liderazgo de Capriles, y al empeño por sustituir ese liderazgo por otras personas.
Otros enfrentamientos son los que ocurren entre tendencias, específicamente entre los radicales (con sus banderas de «salida ya como sea» y «a Maduro ni agua») y los opositores moderados, quienes apuestan por salidas políticas constitucionales, y ponen el énfasis en reforzar la organización popular como única garantía de un cambio político viable y posible. Estos últimos son insultados por los radicales, al mejor estilo oficialista, como «colaboracionistas», «traidores» y «vendidos» al Gobierno, o –en el mejor de los casos– como pusilánimes y cobardes.
Lo cierto es que la unidad opositora y la clara visibilidad de su liderazgo, las cuales eran señaladas desde la década pasada como las metas principales que debía conseguir la oposición para aspirar a convertirse en opción real de poder, y las cuales finalmente se obtuvieron y reforzaron a partir del año 2012, vuelven a estar en entredicho y en riesgo.
Por ceguera, o por alguna extraña patología masoquista, sectores de la oposición están empeñados en destruir lo que se tardó casi 14 años en construir, para volver a empezar desde cero. Es posible que gracias a esto, y a pesar del problemón social y económico que se le viene encima, Maduro termine el 2014 agradeciendo haber salido políticamente bien parado del trance.
Ángel Oropeza
@angeloropeza182