Cerca de la medianoche de aquel martes 5, los resultados parciales ya indicaban la victoria de Trump. Cliché inevitable de toda noche electoral en Estados Unidos: «El camino (en este caso, de Harris) a la victoria se hace cada vez más angosto», era el comentario en todas las cadenas televisión. De ahí hasta el último conteo, que fue en Arizona el sábado 9, también para los republicanos. Con ello alcanzaron 312 votos en el Colegio Electoral y los 218 escaños que le aseguraron el control de la Cámara de Representantes, con lo cual todo el Congreso quedaba en manos republicanas.
Ya con los resultados totales, cuatro semanas después de los comicios, se puede concluir que ha sido una elección sin precedentes. Ni siquiera el apego del votante americano por el gobierno dividido aconteció esta vez. Pues es un país pintado de rojo (el color del Partido Republicano), en la geografía electoral y en las instituciones del Estado. El mapa poselectoral es la evidencia, lo tengo en mi pantalla. El mapa clásico solía ser azul en las costas y de Chicago al sur por el valle del Misisipi, el país urbano, y rojo en el medio, el país rural. El mapa de 2024 es básicamente rojo con puntos azules aislados sin un patrón de distribución sistemático en el territorio.
La aplicación en línea permite ingresar en cualquier Estado y ampliarlo hasta desagregarlo por condados, los 435 distritos y sus más de 176.000 precintos electorales. Asombran las victorias de los republicanos. El muro azul se derrumbó como un castillo de naipes. Más aún, aquellos estados con una historia de alta sindicalización, Míchigan, Wisconsin, Ohio y Pensilvania, también fueron rojos. Trump ganó en Florida, predeciblemente, pero en Miami-Dade logró la primera victoria republicana desde 1988. El mapa quizás asombra más dónde no vencieron los republicanos. California se ve rojo en un tercio de su superficie, a lo largo de la costa en el corredor que une las tres grandes ciudades, San Francisco, Los Ángeles y San Diego. Según los expertos, los otros dos tercios del territorio en rojo sugieren la probabilidad de un estado republicano en el futuro, como el de Reagan.
Al igual que Nueva Jersey, que se ve demócrata en los suburbios neoyorquinos, pero republicano en el resto del Estado. Tanto que la diferencia agregada fue estrecha, 51 a 46 por ciento en favor de Harris. De ahí que ya se escuche que Nueva Jersey se irá convirtiendo en un ‘swing state’. En la ciudad de Nueva York, bastión demócrata, Harris venció a Trump 67 a 30 por ciento, pero Biden había triunfado en 2020 por 76 a 22 por ciento. El corrimiento se produjo en Washington Heights, West Bronx, Flushing, Richmond Hill y Bensonhurst, entre otros precintos de clase trabajadora y minorías afro y latinas.
Se comprueba entonces un realineamiento electoral importante. No sabemos si será perdurable, como ocurrió en los años treinta con el New Deal o en los ochenta con Reagan-Bush. Recuérdese que en 1988 fue la última vez que un mismo partido venció en tres elecciones consecutivas y que, además, esta presidencia 2024-28 ya es un segundo período. Es improbable que exista el trumpismo después de Trump.
Sin embargo, no es menor que Trump duplicara el voto de 2020 entre afroamericanos, llegando al 13 por ciento, y obtuviera un 47 por ciento del voto hispano y un 55 del voto hispano masculino, siendo récords estos dos últimos. Pues no se trata sólo de geografía, todo mapa electoral también expresa una determinada sociología electoral. El territorio y el origen étnico tienden a correlacionarse robustamente con el nivel de ingreso; o sea, con la clase social. Resultó que los sectores de bajos ingresos votaron mayormente Republicano.
El propio Partido Demócrata erosionó su base y no sólo entre los trabajadores de la industria automotriz en el Medio Oeste. Los estrategas de campaña subestimaron el daño a la elegibilidad del partido causado por la renuncia de Biden a la candidatura, con la consiguiente erosión de gobernabilidad, al mismo tiempo que sobreestimaron el buen resultado obtenido en las elecciones de 2022, típica elección de mitad de mandato cuya participación tiende a ser sesgada hacia votantes de mayores niveles educativos.
No alcanza con una candidata de tez oscura para conectarse con las minorías étnicas si no se cuenta con un programa de gobierno que ataque los problemas de dicho segmento: la inflación (desproporcionadamente alta en alimentos y gasolina, los ítems que más afectan la economía de las familias trabajadoras), el crimen y la inseguridad, el desigual acceso a la vivienda, la incertidumbre laboral, las crecientes dificultades para financiar la educación de sus hijos, antaño el vehículo de la movilidad ascendente. Por ende, el partido perdió conexión con los humildes. No aborda los temas que les afectan y habla en un lenguaje que no comprenden. Es el renombrado ‘woke’, un (mal llamado) progresismo para el cual raza, género y orientación sexual son los principales organizadores de la vida colectiva, reducida así a identidades parciales y fraccionadas. Por ende, la política se ha convertido en la ‘política de la diferencia’, disonante con los derechos universales sobre los cuales se construye la ciudadanía en el Estado liberal.
No es una buena receta para una elección, cuya lógica es la agregación. Un Partido Demócrata como el actual representa al votante de Berkeley, California, no al de Lansing, Míchigan, pues sus intérpretes principales, incluida Kamala Harris, suenan como estudiantes progres en un campus de universidad de elite. Inevitablemente, los menos ilustrados y más necesitados los consideran arrogantes. Además, está fresco el recuerdo de 2016, cuando Hillary Clinton llamó a los votantes de Trump «una canasta de deplorables».
La perplejidad es el sentimiento prevaleciente entre los demócratas por lo que es una verdad de perogrullo: que la clase trabajadora y la población hispana sean conservadoras. No hay nada anómalo ni aberrante en ello. La historiografía está plagada de casos que muestran cómo valores tales cómo familia, Iglesia y propiedad de la vivienda refuerzan patrones conservadores de socialización política. Los latinos además son predominantemente católicos, es decir, contrarios al aborto y a las políticas de género y transgénero.
La desorientación intelectual demócrata es tan profunda que muchos análisis recurrieron al argumento de que los votantes de Trump fueron engañados por su campaña y la manipulación de Elon Musk en redes sociales; algo así como una versión del concepto marxista de falsa conciencia, pero en el siglo XXI. Es que, mientras Trump hablaba del precio de la gasolina y los alimentos que devora el salario, el nuevo progresismo continuaba preocupado por el uso de ‘latinx’, término que los latinos aborrecen.
Siguiendo con Marx, lo paradójico es que, habiendo sido abandonado por la izquierda, el materialismo histórico es hoy un instrumento analítico de la derecha. No se enfatiza lo suficiente que Trump no sólo cierra sus actos con un sonoro «Make America Great Again». También grita «Make America Wealthy Again». «No debería ser una gran sorpresa que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase trabajadora descubra que la clase trabajadora los ha abandonado hoy a ellos. Primero fueron los trabajadores blancos pero ahora también los trabajadores latinos y negros». Son palabras del senador Bernie Sanders pronunciadas el 6 de noviembre, mañana hace un mes. Tal vez el epitafio para el fin de una época.
Héctor Schamis