Hay varias dimensiones que dan sentido al galardón que recibió ayer el organismo que desde hace tres lustros desarma los arsenales químicos diseminados por el mundo. Una de ellas es el acierto contra toda objeción de esta elección, que indica que el Comité del Nobel de la Paz va corrigiendo derrapes anteriores como el premio otorgado a Barack Obama en 2009 o el que le tocó a la Unión Europea en 2012.
Cuestionables, el primero porque recompensaba con el máximo símbolo del pacifismo a un recién llegado líder mundial involucrado en guerras presentes y futuras. Y el otro, por lo difuso de una distinción a una estructura multinacional que encalló en lo peor de la crisis económica.
Al revés de aquellos espejismos, el de la OPAQ (Organización para la Prohibición de las Armas Químicas) subraya una tarea objetiva y concreta en aras de la paz. Pero hay otra visión adicional. Es la que traduce este premio en un respaldo de alto nivel político a la tarea que la organización desarrolla hoy en Siria fulminando el armamento químico del régimen. Este apoyo, inevitablemente, se extiende al acuerdo que hizo posible una salida donde apenas semanas atrás la alternativa era un bombardeo con consecuencias imprevisibles por parte de EE.UU.
Este resultado actual nació de lo que cierta sencillez atribuyó a un error del canciller norteamericano John Kerry, cuando estimó en voz alta que podría revisarse la acción militar si Bashar Al Assad admitía la posibilidad de entregar sus arsenales.
Fuera de sus preferencias, Kerry hizo lo único posible. Con su gobierno aislado en la aventura militar, y por lo tanto impotente para concretarla, avanzó en lo que fue en verdad un retroceso desde la instancia del ataque a una negociación con participación de Rusia y posiblemente de Irán. Para EE.UU., ese giro constituyó una impactante dosis de realismo que desnudó lo que la potencia antes podía y ahora no.
No hace demasiado tiempo, recordemos, la Casa Blanca ignoró el fallo de otro equipo de sabios que recorrió Irak al mando del diplomático sueco Hans Blix, y arrasó con el país del Golfo donde no existían las armas que si están en Siria. Ese “todo vale” es lo que hoy no es posible.
La controvertida denuncia de agosto pasado contra Damasco sobre el uso contra civiles de armas químicas, fue el gatillo de una acción que inevitablemente hubiera seguido hasta descabezar al régimen, como sucedió en Bagdad. La remoción del gobierno de 42 años de la familia Assad, tenía, a su vez, al menos en los areneros, el sentido estratégico de reducir la influencia de Irán, reubicar en su tamaño y peso a Rusia y acabar con la guerra siria en los términos occidentales. Pero esa misión se tornó de destino imprevisible, y no sólo por el rechazo mundial a acompañarla, al revés de lo que sucedió en el Golfo. Agregaba, además, el costo doméstico del involucramiento de EE.UU. en una nueva guerra cuando busca desembarazarse de los fracasos en Irak y Afganistán.
Es así que en medio de todos estos tropiezos y quizá debido a ellos, parece haber surgido algo que con exageración podríamos llamar una “doctrina Kerry”. Realista, el canciller de Barack Obama provocó un acuerdo que razona que para evitar nuevos conflictos es preciso desarmar las condiciones que los hacen posibles.
Como el poder coercitivo de EE.UU. está en sus peores niveles debido a su frente económico, habilitó una negociación histórica con Irán, el jugador regional con capacidad para reordenar ese espacio y poder para acabar con la guerra siria, provocando un relevo del régimen.
El desarme químico es un paso que puede intuirse en ese sentido. La factura de este nuevo paradigma de EE.UU.es el desmonte parcial de fidelidades antes de granito, con Israel por ejemplo, pero también con Arabia Saudita.
Es poco conocido que el enojo del califato de Riad con Washington llegó a extremo tal que por primera vez en la historia el canciller Saud al Faisal no participó de la Asamblea de la ONU al cabo de la cual Obama y el flamante mandatario moderado persa, Hassan Rohani, tuvieron una charla telefónica sin precedentes.
“La mayor pesadilla de los sauditas es un pacto de Washington con Teherán”, le dijo a Reuters el ex embajador de EE.UU.en Arabia Saudita, Robert Jordan, remarcando la vitalidad de la rivalidad entre estas potencias. Que la relación con Riad se ha trastocado en aras de nuevos intereses lo confirman otras señales. Washington acaba de anunciar el congelamiento de parte de la ayuda militar a Egipto y lo hizo apenas horas después, y pese a que el presidente interino de ese país, Adly Mansour, apareció en la tevé saudita de la mano del anciano rey Abdullah, quien respaldó el golpe militar que desplazó a los Hermanos Musulmanes y que califica como pura debilidad de Norteamerica no haber atacado a Siria.
Para la Casa Blanca, la parte llena del vaso es que el reciente descubrimiento y explotación de sus gigantescos yacimientos de petróleo y gas no convencional en Dakota lleva lentamente al país al autoabastecimiento.
Este setiembre, China desplazó a EE.UU. como el mayor importador mundial de crudo. Eso significa un cambio radical en la geopolítica global y de los intereses norteamericanos, atados históricamente a las necesidades del fluido de Oriente Medio. La noción del “intervencionismo permanente” debido a la sed de energía de EE.UU.
Esta encontrando, así, un límite inesperado.
La parte vacía del vaso, es la de un hegemón que no puede ya modelar el mundo a su antojo y se ve obligado a negociar cada uno de sus pasos con un concierto de potencias.
Zbigniew Brzezinski, sostuvo en un libro desafiante, “The grand chessboard”, que la clave de la potencia dominante del futuro será el dominio de ese espacio que va desde Rusia hasta las fronteras de China, llamado Eurasia y que concentra 75% de la población mundial, 60% de la riqueza y tres cuartas partes de las reservas energéticas del planeta.
El control de esa vasta area debía garantizarse a cualquier precio porque se trataba de una cuestión de sobrevivencia. Pero eso fue escrito hace 16 años cuando EE.UU. podía imponer las reglas.
Hoy China, Rusia e Irán son los otros jugadores en esa región.
No debería sorprender que sean los mismos países que aparecen en la larga mesa de esta etapa de obligado fervor negociador.
Marcelo Cantelmi