Ver un policía de tránsito de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), o un policía de cualquier municipio en una calle, avenida o autopista de Caracas, o un Guardia Nacional en una carretera del país, constituye una razón para entrar en pánico. Las alarmas se encienden automáticamente. Los temores se desatan. El conductor piensa: va a pedirme los papeles. Aunque todos están en regla, esto no será suficiente para contentar al agente ni aclarar la situación legal. Seguro va pedirme un documento que no tengo, por ejemplo, la partida de nacimiento; o no va a devolverme alguno de los documentos que le entregué, digamos, la licencia de conducir o la cédula de identidad.
Luego, dejará deslizar la amenaza: bueno ciudadano, en vista de que usted cometió tal o cual infracción, muchas veces inexistente, o le falta tal o cual papel, tendrá que acompañarme al comando, o al Helicoide, según el talante del policía de marras. Para luego agregar: pero, ciudadano, si usted quiere evitarse esos inconvenientes tan desagradables –por cierto, le advierto que mis jefes son peores que yo- podemos arreglarlo de otro modo. Usted puede contribuir con la causa entregándome la cantidad 50, 100 o 200 dólares. El monto depende del humor y las necesidades del agente, y del aspecto, incluyendo el automóvil, de la presa.
Las víctimas favoritas son los jóvenes, a quienes los fiscales tienen azotados. Sin embargo, en los años recientes el abanico se ha extendido cubriendo todo el espectro demográfico y etario: mujeres, personas de la tercera edad, ancianos. Nadie se encuentra a salvo de caer bajo las garras de los depredadores, especialmente en esta la temporada decembrina, decretada por el Gobierno nacional a partir del 1 de octubre.
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Los policías más sinceros reconocen que deben violar ley y accionar el martillo para golpear a los conductores porque los sueldos que perciben ellos y sus jefes inmediatos resultan insuficientes para cubrir sus necesidades básicas.
Esa es una verdad del tamaño de una catedral. Los policías venezolanos se encuentran entre los peores pagados de América Latina. Lo que ocurre es que los sueldos en general en Venezuela, particularmente el salario mínimo, es de los más bajos de toda la región. Los agentes de policía pretenden aliviar su precaria situación financiera metiéndole la mano en el bolsillo a personas que son tan pobres o más que ellos. Lo peor es que utilizan la autoridad que les confieren las leyes y el Estado para amenazar, intimidar y extorsionar a los conductores. Aplican el terrorismo de Estado en el escalón más cercano al ciudadano.
Entiendo y comparto que los policías que vigilan el tránsito deseen obtener ingresos dignos. Esta constituye también la aspiración legítima de los maestros y profesores de educación media y universitaria; de los trabajadores de la salud; de los empleados públicos en todas las categorías; e, incluso, de los militares en todos los rangos. Lo que no puede aceptarse es que los agentes, amparados en una placa oficial, en una chapa y en un uniforme, todos entregados por el Estado venezolano, atropellen las leyes y esquilmen a los ciudadanos que transitan por las vías públicas de Caracas y del resto del país. Ese abuso de autoridad hay que denunciarlo y combatirlo.
Las justas reivindicaciones salariales y las mejoras en las condiciones de vida de los policías deberían ser asumidas por las centrales sindicales que agrupan a los empleados públicos. Los agentes forman parte del amplio contingente de trabajadores del Estado, aunque por razones legales, atadas a la disciplina y verticalidad de los cuerpos policiales, no pueden agremiarse para exigir incrementos en sus ingresos.
El Gobierno, a través del Ministerio para el Transporte, el comando central de la PNB y la GNB, y todas las alcaldías de Caracas, deben desarrollar un trabajo coordinado para impedir que los policías de tránsito sigan actuando como si fuesen enemigos jurados de los conductores.
El policía representa la autoridad del Estado más próxima al ciudadano. Su figura debe inspirar respeto y aprecio. Tal vez el mejor ejemplo que pueda citarse es el de Apascacio Mata, el célebre fiscal de la Policía Metropolitano de la esquina de Sociedad en el centro de Caracas, quien se atrevió en 1980 a detener la caravana del presidente Luis Herrera Campíns cuando intentó pasar con la luz roja, gesto por el cual fue invitado a Miraflores y condecorado por la presidencia de República por el “fiel cumplimiento del deber”. La sola presencia de Apascacio –espigada, marcial y pulcra- imponía el orden en la siempre congestionada vía capitalina. Ningún motorizado o conductor se atrevía a violar las normas de tránsito. Sin exigir coima, la reprimenda de Apascacio a los infractores era implacable y el apoyo de los transeúntes, total.
Esa es la policía que los caraqueños extrañamos. No queremos vivir diciendo: ¡Peligro!, policía de tránsito a la vista.
PD: Este es mi último artículo de la temporada. Les deseo lo mejor para 2025. Nos vemos en enero. Un abrazo.
@trinomarquezc