A Maduro lo observan de cerca. Y aunque todos sus aliados están atrincherados a su alrededor, los precavidos comienzan a anticiparse ante la posibilidad de un hecho sobrevenido. Desde la inesperada enfermedad del comandante, el oficialismo aprendió que existen los imponderables y que ellos imponen giros repentinos. El ritmo que ha venido adquiriendo la descomposición de la situación social en Venezuela no admite imprudencias: la tolerancia del pueblo revolucionario se encuentra a prueba y cualquier cosa puede suceder.
Por eso -y por la intensa negociación entre sus mafias empoderadas- la vida del «proceso» experimenta una agitada ebullición en la que no existe el árbitro que Chávez fue en vida: por eso, reina allí un ambiente de suspenso, donde cada grupo trata de visualizar en cuál vértice de la pugna se colocará si las cosas llegasen a un punto en el que «el heredero» ya no pueda con la encomienda.
Nadie está en capacidad de señalar cuánto tiempo perdurará la benevolencia de la gente. Sin embargo, todo el mundo sabe que, de estremecerse ese factor decisivo, nada impedirá la aparición de una dura encrucijada: esa en la cual los variados sectores del «proceso» debatirán sobre la mejor forma de salvar lo que entonces vaya quedando del «legado»… La inquietud ante esa eventualidad late en el seno de la revolución, donde las rivalidades por la conquista de espacios internos, tanto políticos como burocráticos y económicos, parecen anticipar las inevitables pugnas futuras.
El temor a una bancarrota política -producto de todo este violento torbellino- mueve las piezas del tablero. En él, la vieja izquierda civil venezolana -a la que Maduro representa- cavila sobre el destino del proyecto cívico-militar y, sobre todo, por su papel dentro de un virtual cuadro de dominación «febrerista». Para esa izquierda -la que en silencio repudia la desatinada violencia brutal contra los estudiantes- el asunto no acepta discusión: una cosa era aceptar a Chávez como el jefe indiscutible de esa alianza histórica con los cuarteles, y otra muy distinta sería reconocer a cualquier otro pretendido jerarca castrense; mucho menos si éste actúa de su cuenta para trajinar escenarios disolventes.
Los notorios movimientos de Diosdado Cabello en las últimas semanas hacen parte del dilema que se le vendría al campo revolucionario en el caso de que suceda un imponderable. Prevenido, «el centauro mayor» puja para reclamar lo que cree un «derecho adquirido»: la definitiva transmisión del mando hacia el «febrerismo sin Chávez», que -bayoneta en mano-, demandará una herencia de la que el comandante no dejó constancia y ante la cual muchos reaccionarán diciendo lo que cabe: que tampoco Diosdado es Chávez.
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Por Argelia Ríos