En los últimos cinco lustros ha habido una explosión del periodismo digital y se ha profundizado la crisis de pérdida de audiencia que arrastraban los medios de comunicación impresos y radioeléctricos convencionales. No ha sido solo por las decisiones, acciones y omisiones de un régimen autoritario que desde el primer día en funciones se mostró contrario al libre flujo de la información y comenzó a censurar, a perseguir periodistas, a asediar diarios y a cerrar canales de televisión y emisoras de radio. Se acababa el modelo de negocio que desde el siglo XIX permitía a grandes públicos acceder a información cuyo costo real rebasaba por mucho el precio que estaban dispuestos a pagar.
Con la venta de espacio publicitario los editores descubrieron que podrían ofrecer a los anunciantes sus cientos de miles de lectores y multiplicar la escasa ganancia que les quedaba por la venta de los ejemplares impresos. En poco tiempo, los diarios no solo tuvieron poder, coraje e independencia para enfrentarse a gobiernos corruptos y denunciar políticas equivocadas, sino que también encontraron maneras de servir mejor a sus lectores en sus curiosidades e intereses informativos. Había una responsabilidad con la noticia y su calidad, aunque existieron medios que sacrificaban principios éticos y morales en aras de la obtención de rápidos beneficios monetarios.
Los estudios sobre la influencia de los periódicos en la sociedad han demostrado que las naciones con libre flujo de información y plena libertad de prensa son menos propensas a actos de corrupción, y que en la medida en que la prensa sea más rigurosa en sus denuncias y señalamientos disminuyen las irregularidades en el manejo de los fondos públicos. Forzar el cierre de los medios informativos tiene razones que sobrepasan los motivos ideológicos.
La aparición de Internet a finales del siglo pasado coincidió con la pérdida creciente de lectores y la huida de anunciantes encandilados con el bajísimo costo de los medios digitales o por la presión del gobierno para que no anunciaran en medios informativos que no respaldaran al régimen. El jefe del Estado prohibió a las empresas del Estado insertar avisos en los medios de comunicación que denominaba “escuálidos”, tampoco permitía a los periodistas “opositores” el acceso a las ruedas de prensa y a actos oficiales. También impidió las transmisiones en vivo de los medios privados. Aunque con los adelantos tecnológicos las transmisiones eran más fáciles, menos complicadas y muy baratas, el gobierno se imagina el dueño de las ondas radioeléctricas no autorizaba el uso de unidades móviles. Únicamente podían transmitir en remoto los medios oficiales, en especial y al costo que fuera, el programa Aló, Presidente, que llegó a durar hasta nueve horas.
No se necesitó mucho tiempo para que los que incursionaban en el periodismo por Internet entendieran que sin contar con un portaviones o una marca establecida era casi imposible hacerse de una audiencia respetable, que colgar un blog en Internet es como lanzar al océano un mensaje en una botella. Sin embargo, en medio de la peor crisis económica de la historia nacional una cantidad importante de medios digitales se han asentado con tesón, capital, tecnología y mucha voluntad. Han ido encontrando su estilo y su nicho, pero todavía no se han desprendido de un pesado y destructivo fardo: la prisa, el tubazo, dar la noticia primero sin importar cómo.
En la web, como en los diarios del siglo pasado, se pondera la velocidad y se premia la rapidez. A quien da la noticia antes que nadie se le halaga, que está bien, pero se le excusan imprecisiones, faltas de ortografía, pésima estructuración y rodeos a la verdad, que está muy mal. Aunque en las declaraciones y enunciados de principios repiten que antes que llegar primero hay que hacerlo con la mejor calidad posible, ocurre que por ceder a la velocidad cometen graves errores de lenguaje y de contenido.
Para aminorar costos, contratan profesionales de poca experiencia y les pagan bajos sueldos, pero los sobrecargan de tareas y responsabilidades en pésimos ambientes de trabajo y con las peores herramientas. Además, casi nunca cuentan con editores y bien entrenados correctores que revisen a fondo los textos, tanto en lo gramatical como en lo periodístico. Confían en la buena voluntad de los lectores, creen que serán compresivos con las fallas y gazapos. Falso. Nada más práctico y cruel que un lector que considera que abusan de su confianza y buena fe. Pisa el botón y se va a otra página. Presto lista de gazapos y otros suicidios en primavera.
Ramón Hernández
@ramonhernandezg