“Aun si admitimos que las leyes han de ser cambiadas, ¿deben cambiar todas, en cada Estado? ¿Y han de ser cambiadas por cualquiera que quiera, o sólo por ciertas personas? Estas son cuestiones muy importantes; y por lo tanto mejor reservamos la discusión de ellas para una ocasión más apropiada.” Aristóteles
La “izquierda” más perfumada del castrofascismo a veces lee, buscando aromas de preferencia para su estropeado jardín. Así como se arropan con uniformes del pasado, vuelven al discurso de Mao de las “Cien Flores” (De la justa solución de las contradicciones en el seno del pueblo, 1957) o a otros textos más antiguos (De la dictadura democrática popular, 1949; o Contra el estilo estereotipado del Partido, 1942), auxiliándose con el razonamiento siguiente: la discusión es libre en el interior del Partido; las objeciones contra el Partido provienen de dos fuentes: los adversarios de la Revolución, quienes no deben tener derecho a expresarse, y los partidarios sinceros, que nunca están en desacuerdo. De ahí que los métodos autoritarios del “centralismo democrático” sean legítimos. En cuanto al pueblo, “la libertad es correlativa a la disciplina”.
El esquema es similar en el terreno filosófico. ¿Podemos criticar al marxismo? Claro que sí, pues “el marxismo no teme a la crítica”: “si pudiera ser demolido por la crítica, ya no serviría para nada”. Sólo puede discutírselo en vano, porque es invulnerable. ¿Para qué molestarse entonces? En arte y literatura, también las Cien Flores pueden florecer intelectualmente, pero como importa que las “hierbas venenosas” no se mezclen con las “flores perfumadas”, Mao reivindica un dirigismo cultural, vieja idea de Mao, que tampoco innova: la cultura es siempre el reflejo de la realidad política y social. Una vez cumplida la revolución económica, hay que alinear sobre ella la cultura. Este punto de vista es del leninismo militante, sin la menor variación personal de parte de Mao…
Filosóficamente, los textos de Mao obligan a la afirmación de que: el pequeño escritor rojo no existe, no hay “versión china” del marxismo, no hay “pensamiento de Mao”.
Lo peor que podría ocurrirnos a los venezolanos y al cambio hacia la libertad sería recaer en una ideología del siglo 19 y ver esterilizada nuestra creatividad por el deseo de encuadrarla en conceptos forjados en la prehistoria de las “revoluciones” modernas. La fuerza del movimiento democrático ha sido y es, precisamente, la de inventar modos de acción adaptados a la situación que se encuentra y que obran eficaz y simultáneamente en todos los sectores de la sociedad a la que combate. Si esta inspiración revolucionaria se deja encerrar en los moldes teóricos “revolucionarios” -donde no se hace la revolución y nadie se pregunta si hay derecho a que no sea marxista-, se agotará y todo quedará esclerosado. Recordemos: revolucionar no es imitar; no es ajustar cuentas con el pasado sino con el presente. Esto es lo que da originalidad a la democracia por contraste con el comunismo, camarada. Esto explica el que la juventud realice revoluciones antes de conceptualizarlas. Como dijo Noam Chomsky: “Los hombres más estúpidos aprenden a hablar, mientras que los monos más brillantes no aprenden nunca”. Claro: nuestra monocracia opina distinto.
Ello no significa que las formas clásicas de la lucha social se hayan extinguido. Los trabajadores son una garantía en la sociedad industrial-tecnológica; no desempeñan el papel que les atribuía Marx en el siglo 19. Los trabajadores de hoy son menos sumisos que los de antes, sienten un mismo temor ante los extremistas, todos los extremistas, “altamente desfavorables”.
Evaluar y orientar a la “mayoría silenciosa” es difícil. En Venezuela podría ser de alrededor de la mitad de la población, 13/15 millones, incluyendo a la clase media “putrefacta y embrutecida”, según un dirigente rojo. Ahí hay de todas las tendencias, y con todas las exigencias de efectividad en las acciones de gobernar. Esta población ha presenciado el crecimiento del autoritarismo, cuya autoría ha perdido la imaginación. Y es desde ahí que se levanta la fuerza del cambio, desde una masa de contestación que tiene que ser vasta para tornar perceptible la condenación de los abusos del castrofascismo criollo, y hacer de ello un real problema político, un alzamiento para restablecer la obligación constitucional. Sólo del repudio interior surgirá el equilibrio de la vida venezolana.
La amenaza comunista tratará de utilizar el “imperialismo” como chivo expiatorio para disculpar sus fracasos. No fue la CIA la que llevó el castrocomunismo al poder, ni la que ha manejado su política mediocre; en todo caso, la CIA tiene el castigo que se merece por parte de la propia democracia norteamericana. Somos nosotros, los venezolanos, los que hemos creado nuestros propios males, esa avalancha de estancamiento que parece una invasión, que lucha por su prolongación y no está dispuesta a aceptar su relevo del poder.
Hoy surge en Venezuela la necesidad de un cambio original, correspondiente a nuestra época; una afirmación total de la libertad para todos, contra las interdicciones arcaicas, que encuentre la salida posible para los venezolanos, donde se tome nuestra civilización como un medio y no como un fin. Al igual que sucede con la tecnología: podemos contradecirla sin aniquilarla; extirpar el cáncer sin matar la vida. Estamos a las puertas de un conflicto interno que puede situarse en el nivel más creador, un ineluctable enfrentamiento que abrirá o cerrará las puertas del futuro.
Por Alberto Rodríguez Barrera