Simón, la película dirigida por el joven cineasta Diego Vicentini –con la activa participación como productor de Marcel Rasquin, quien dirigió Hermanos, la cinta que impactó a los venezolanos hace un poco más de una década–, además de sus indudables virtudes cinematográficas por la dirección tan acertada, el guion tan bien tejido, las sólidas actuaciones de sus protagonistas, la música y su producción general, invita a reflexionar acerca de lo ocurrido en 2017 en Caracas, cuando numerosos jóvenes, especialmente estudiantes, enfrentaron a un régimen que se había ido haciendo cada vez más arbitrario, represivo y totalitario.
Ese movimiento estuvo precedido por las protestas de 2014, ‘La Salida’, y especialmente por el desconocimiento por parte del régimen de la voluntad popular en las elecciones legislativas de diciembre de 2015, que le había concedido una clara victoria a la oposición, al punto de obtener la mayoría calificada de dos tercios en la Asamblea Nacional, lo cual le permitiría –en el marco de la Constitución- rediseñar los Poderes del Estado que se derivan de ese foro: El Tribunal Supremo de Justicia, el Poder Moral (Fiscalía, Contraloría y Defensoría del Pueblo) y el Consejo Nacional Electoral.
Nicolás Maduro y su grupo desconocieron ese triunfo, optando por anular la elección de los tres diputados opositores de Amazonas, con lo cual esta bancada perdió la mayoría calificada y la posibilidad de renovar las autoridades al frente de los Poderes Públicos. Además, le exigió al TSJ aprobar una ley económica especial que le otorgaba al Ejecutivo todas las atribuciones para legislar en esa área y dejaba sin competencias en ese terreno a los diputados de la AN recién electos. Como esto le pareció insuficiente, Maduro –otra vez con la complicidad del TSJ- convocó una constituyente que estuvo presidida por Diosdado Cabello. Con esta decisión terminó de sepultar el categórico triunfo opositor de 2015.
Mientras esto ocurría en el plano legislativo y jurídico, en el campo económico y social se agudizaba la crisis iniciada en 2014, cuando los precios internacionales del petróleo cayeron de la cima alcanzada años antes, cuando el crudo había escalado hasta $130 dólares por barril. Este desplome tomó al Gobierno sin recursos. Chávez y Maduro habían dilapidado los gigantescos ingresos petroleros en dádivas a Cuba, en proyectos inviables con Odebrecht y en una gigantesca corrupción esparcida por todo el sector público. El Gobierno se quedó sin recursos para atender la educación, la salud y el resto de los servicios públicos. Aparecieron los primeros brotes alarmantes de escasez, desabastecimiento e inflación. El éxodo de los venezolanos hacia el exterior comenzó a cobrar fuerza.
Simón no se pasea por este marco que señalo de forma escueta. No tenía por qué hacerlo. Sin embargo, me pareció importante trazar estas pinceladas de lo que ocurría en 2017 porque de otro modo no puede entenderse la desesperación, furia y temeridad de los jóvenes que se enfrentaron al régimen aquel año. Esa lucha desigual, asimétrica, dejó más de cuarenta jóvenes asesinados. Muchos fueron encarcelados, torturados, tuvieron que esconderse y huir o perdieron la vista. La película constituye una reflexión acerca de lo ocurrido durante esos meses.
Simón se aproxima al tema, no tanto con el propósito de exaltar y honrar la valentía de esos jóvenes que entregaron su vida, salieron lesionados o la pusieron en riesgo, sino con el fin de invitar a analizar lo que significa luchar con escudos de cartón o de plástico contra tanquetas acorazadas y guardias nacionales blindados. Simón muestra un aparato estatal concebido para ejercer la coerción, reprimir de manera brutal, violar la dignidad y los derechos humanos. Presenta un enorme dispositivo despersonalizado que forma parte sustancial del gran negocio –según señala el principal esbirro, interpretado por Franklin Virgüez- que significa saquear un país que cuenta con cantidades inagotables de petróleo, gas, hierro y minerales preciosos.
Los jóvenes en la película se debaten entre quienes reconocen que no podían lograr la victoria porque se trataba de un enfrentamiento desigual, movido por la fuerza del deseo, pero sin profundidad organizativa; y quienes se sienten frustrados porque consideran que no hicieron lo suficiente y creen que era necesario ser más abnegado, combativo y persistente para alcanzar la victoria. A pesar de que el protagonista termina pidiendo asilo en Estados Unidos, la cinta no llega a ninguna conclusión. Las opciones quedan abiertas. El espectador debe realizar su propia síntesis.
Para mí queda claro que el régimen instalado en 1999 no puede derrotarse a partir del romanticismo, voluntarismo e idealismo que conduce a librar enfrentamientos disparejos en las calles del país, sino a construir de forma disciplinada y sostenida organizaciones políticas, gremiales, sindicales y, en general, sociales, con expresión electoral cuando los comicios se presenten. Sería muy bueno que los dirigentes opositores vean la película. Podrán derivar muchos aprendizajes.
A Simón la asumo como la derrota del romanticismo en política.
Trino Márquez
@trinomarquezc