El mundo ya ha visto la desesperación de los estudiantes y ya ha constatado su agobio. Ya sabe que la juventud venezolana se ha lanzado con arrojo a las fauces de sus salvajes represores, del mismo modo como tantos miles de cubanos se han arrojado al mar infestado de tiburones. La revolución de Maduro está ahora expuesta en las vitrinas internacionales con todas sus miserias al desnudo. Ha quedado revelada como una satrapía inescrupulosa, cuya defensa descansa en el trabajo sucio de los grupos de exterminio. Lo que ocurre en Venezuela ya no causa indiferencia, porque ha sido demasiado evidente la liquidación de todas las formas de convivencia respetuosa.
Convertida en una outsourcing internacional contratada para el ejercicio de la violencia dentro del Estado revolucionario venezolano, Cuba ha introducido en él los elementos cismáticos que hoy nos separan tan dramáticamente. A los Castro les debemos el abajamiento de la política, que llegó de la mano de la aniquilación del sentido de las palabras y, con ella, de la discrepancia civilizada entre opuestos. A ellos les debemos la innoble inoculación del odio y la confiscación de la ciudadanía a quienes hoy solo exigen su derecho a ser y a existir. Lo que hemos presenciado en el transcurso de este mes es una secuencia estremecedora de actos de desesperanza; una demostración suficiente de que el país necesita con urgencia la restitución de la cordura que los cubanos nos han arrebatado.
Hacia allá debe ahora encaminarse el movimiento estudiantil: hacia una resistencia que reclame con determinación un diálogo desprovisto de vicios y de cartas marcadas. Uno que, en sí mismo, ya sea expresión de una decidida resistencia contra los modos cubanos que han pretendido «amansar» -como lo ha dicho Maduro- a quienes aspiran una Venezuela distinta… Si el Gobierno no quiere convencer con argumentos, porque los suyos se han devaluado y porque los ha sustituido con las balas, les toca a los jóvenes ondear las banderas de la unidad nacional, en un movimiento que interpele al poder para reclamarle su intención de domesticar, como a bestias, al país que le reclama.
Sí, resistir es sacudirse la resignación; es atizar el espíritu para que en él no tenga cabida la docilidad; es vapulear todo atisbo de sumisión y renuncia y estar en la calle sin descanso. Pero resistir es también pensar para ordenar adecuadamente las ideas y hacer de ellas el asiento que conecte con la victoria y el éxito sostenible. El régimen bolivariano no quiere un diálogo sincero ni entre iguales: los estudiantes tienen la fuerza moral para imponérselo; solo ellos pueden erradicar los métodos cubanos que le aconsejaron a Maduro el amansamiento y la supresión.
Argelia.rios@gmail.com / @Argeliarios
Por Argelia Ríos