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¿Qué es y qué no es la democracia?

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¿Qué es y qué no es la democracia?

¿Qué esperar de la democracia? (sobre todo cuando no se tiene, pero sobrevive en algunas prácticas formales, como el voto.)

Es cierto que hablar de democracia nos remite necesariamente al plano de las ideas, tan diversas y relativas como inasibles. Por tanto, entre el ideal democrático y la democracia realizada, concreta, aparece un trayecto que a primera vista quizás luce insalvable. La democracia, en el plano ideal, -esto es, lo que debería ser- implica una definición normativa o prescriptiva; mientras que en el plano real -lo que es- entraña una definición descriptiva. De modo que en aras de establecer un forzoso vínculo de aproximación entre ambas y no extraviarnos en el intento, conviene recurrir a Norberto Bobbio, para quien resulta ineludible partir de una definición “mínima” de democracia y sus rasgos distintivos. Así, guiado por el pensamiento de Kelsen, nos dice que un régimen democrático sería “el conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establece quién está autorizado a tomar las decisiones colectivas, y con qué procedimientos” (1985).

Dahl, por su parte, habla de las “condiciones procedimentales mínimas”, y de los principios que hacen factible a la democracia. El primero, piedra angular del edificio, el consentimiento popular: el reconocimiento de los resultados electorales y de la contingencia de los mismos, de modo que los perdedores respetan el derecho del vencedor a gobernar, y este último el de los perdedores a seguir participando en el juego político. Así, habrá que reconocer que las mayorías políticas siempre son circunstanciales, movedizas; no eternas, no heredables. El segundo principio, avisa Dahl, lleva a reconocer que “todas las democracias implican un grado de incertidumbre acerca de quién será elegido y qué políticas llevará a cabo”. No son democracias, por tanto, regímenes donde un partido único (encubierto con la presencia de otros partidos, que en la práctica se alinean rigurosamente con aquel) cancela por diversas vías la posibilidad de la alternancia.

Como elemento constitutivo y básico de ese régimen democrático, Bobbio menciona al sufragio; así como la libertad, la igualdad, el pluralismo, el consenso y el disenso ligados a esa práctica. Todas claves de un mecanismo que faculta a los gobernados para la elección transparente de sus gobernantes, según ciertos cánones y valores. Veamos:

El sufragio, que debe ser secreto, y un derecho garantizado a todos los ciudadanos.

La libertad (positiva o política), cemento y fondo, remite a ese espacio de protección que se otorga a las personas contra las interferencias que operan a favor de una sola tendencia. Hablamos, claro, de la posibilidad cierta de un ejercicio de autodeterminación y autonomía. Allí, dice Bobbio, radica la fuerza moral de la democracia; la certeza de que cada individuo tiene la capacidad de decidir por sí mismo. Nada justificaría entonces excluirlo de las decisiones colectivas.

La igualdad, que en sintonía con el concepto griego de isonomía, invoca el derecho de todo ciudadano a elegir al candidato de su preferencia, y supone el acceso al voto en idénticas condiciones técnicas y legales.

El pluralismo, que se ve retratado en la presencia activa de partidos políticos de corrientes disímiles, así como candidatos que compiten en condiciones de igualdad ante la ley. Son los partidos, en fin, una respuesta institucional a la necesidad de resolver las demandas de diversos sectores sociales, mediante la representación.

El consenso, destino que nítidamente asume la Constitución, garantía de ese Pactum societatis, el Contrato Social que nos aleja de la anarquía, la del lobo devorando a otros lobos, y nos reconcilia con la necesidad de la avenencia. Algo que, en atención al pensamiento de Kelsen, se vincularía también a la doma del ideal libertario, silvestre y originario. La solución del inevitable conflicto que se deriva de la lucha por el poder y la coexistencia en sociedad complejas, se concreta gracias a la aplicación de la regla de la mayoría. Esto es, la suma de las expresiones individuales, y el remedio ante la imposibilidad material de lograr la unanimidad. En este sentido, las elecciones regulares y justas ofrecen un método idóneo para zanjar los desacuerdos.

El disenso, fundamento no menos importante. Mediante una continua retroalimentación, se trata de reconocer que las disconformidades, incluso dentro de esa misma mayoría, existen y tienen derecho a a manifestarse y competir. Gestionar eso supone a su vez establecer límites precisos a la facultad de decisión de la mayoría.

Finalmente: la democracia, entendida en su forma más elemental como un mecanismo que permite articular todas estas piezas cuando toca elegir gobernantes, tiene como centro a la persona, el agente-ciudadano habilitado para influir en los asuntos públicos. De allí que Przeworski hable de los límites y posibilidades del autogobierno. Sin la participación y aval de eso que algunos bautizan grandilocuentemente como “pueblo”, sin ejercicio efectivo de soberanía, sin contraloría social, auditoría y verificación ciudadana de los procesos electorales, ninguna decisión tiene sustancia ni carne democrática. Gracias a eso, aun a contrapelo del enrarecido contexto, resiste ese sustrato de cultura cívica que evita que las prácticas oligárquicas o la negociación egocéntrica de intereses particulares se impongan.

Aunque para efectos legitimadores hoy resulta indispensable parecerlo, no basta, pues, hacerse de la denominación “democrático” para serlo. Entendemos, claro, que “la democracia perfecta no puede existir, o de hecho no ha existido nunca”, como sentencia Bobbio. Por eso, los indicadores ya descritos nos pueden ofrecer un apretado vademécum, una suerte de “check list” para saber a qué atenernos a la hora de calificar con imparcialidad lo que ocurre -y definitivamente, no ocurre- en esta golpeada Venezuela.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

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