La violencia política no solo se verifica en actos como los ataques brutales perpetrados contra los parlamentarios Maria Corina Machado y Julio Borges.
Es toda manifestación distorsionada y excluyente, por ejemplo, de las potestades de policía administrativa conferidas por las leyes a los entes reguladores, el accionar de las atribuciones y competencias conferidas a los órganos del Poder Público para el desarrollo de una actividad prestacional cuyo objetivo terminal teórico es la protección y garantía de los derechos fundamentales del ciudadano, empleado como distribución e incentivo de militancia política e instrumentos negador en términos de acceso y satisfacción a la disidencia de los beneficios de la acción del Estado.
La violencia de Estado, fundamentada en una concepto tradicional marxista, como respuesta a la ejercida por la «burguesía» contra el pueblo, generadora de escasez, pobreza, discriminación o percusión, no tiene cabida en Venezuela, cuyos componentes sociales han sido el producto de la movilización social y de una acción estatal, anterior a los tres lustros de dominio chavista, reformista y de factor de crecimiento de una clase media emprendedora que llevo a un sistema de igualdad de oportunidades, aún cuando incompleto o insuficiente dada las perversiones de un populismo clientelar partidista y ésta a la corrupción, aún así con resultados palpables.
La violencia política, amparada en la manipulación de los conceptos patria, patriotismo, pueblo, el nacionalismo exacerbado, la adopción de posturas internas y externas que alientan la xenofobia, resultan altamente peligrosas, más allá de buscar acicate a la población afecta al gobierno, en virtud que los resultados de su puesta en práctica pueden generar en enfrentamientos insospechados e inéditos en el país, lanzándolo a la integración artificiosa y forzada de una «internacional proletaria» cuya problemática y ajenos intereses a los patrios pueden agravar la situación interna.
Hay quienes afirman que el tema del tamaño del Estado en Latinoamérica no es el problema, sino tener “un Estado ágil, eficaz, eficiente, capaz de prestar servicios a los ciudadanos en lo que son los elementos fundamentales del Estado” (Baltasar Garzón).
Tal afirmación tiene una tremenda vigencia en un país que emprende la configuración de un «Estado Comunal» paralelo al «Estado Constitucional», con principios y valores ajenos a nuestra idiosincrasia, sentimientos y valores que ponen en evidencia lacerante, al decir de Felipe Gonzalez, “la contradicción de un Estado clientelar que nos presta servicios eficientes, (en el cual) sobran aparatos estatales ineficientes mientras falta capacidad de respuesta”.
La evolución de la crisis política, agravada por el proceso electoral del 14 A, altamente cuestionable jurídica y políticamente, verifica a la par del deterioro acelerado del gobierno la “aparición de un populismo autocrático y dictatorial” (Henry Kissinger).
De esta forma, las políticas públicas, que eventualmente son diseñadas y ejecutadas, se transforman en inviables, ineficientes, ineficaces y sin la participación real y efectiva de la población.
Así la definición y ejecución de las políticas públicas, en el marco de un gobierno populista autocrático, no genera compromisos del funcionariado, expuesto a persecución o amenazada su estatuto y carrera administrativa por sospechar siquiera su militancia o simpatía de oposición; y si existe un compromiso, lo es partidista militante y ajeno a la vocación de servicio público.
La imposición de las políticas, sin una real y efectiva participación de todos lo sectores de la población más allá de las interesadas, manipuladas o inexistentes consultas, no generan un impacto favorable sobre la realidad que se quiere moldear o transformar, perdiéndose la inversión de recursos y una peligrosa sustracción a la normativa resultados de la ausencia de control y seguimiento, la puesta en prácticas de procedimientos que giran en torno a la corrupción generando una condición de evasión de los sujetos objeto de la regulación, de ser éste el caso, y frustración e insatisfacción en la población.
En un esquema de actuación de confrontación como expresión de una política de violencia de Estado (violencia política), no hay sistematización y universalidad de las políticas públicas en cuanto alcance y satisfacción de toda la población.
No existe una análisis apropiado y una debida evaluación del entorno o realidad sobre la que el Estado debe actuar, ni la determinación de los objetivos a cumplir, la afectación suficiente de recursos materiales (bienes, presupuestarios) y humanos, la adecuada traducción normativa que permita que la acción política se ajuste al ordenamiento jurídico y a una ponderación de los interés involucrados y eventualmente afectados, evitando que se traduzca en una lesión o perjuicio producto de la discrecionalidad abierta o abusiva.
Lo que existe es un estilo reactivo e impositivo de gerencia del Estado, palanqueado en la violencia normativa e institucional, que genera una preocupante deslegitimación de las instituciones, transformándose éstas ciegos instrumentos de sustentación del Ejecutivo y no de control administrativo y político.
Un sistema dislocado de insatisfacción y frustración de las amplias mayorías, la creación artificiosa de dos países, dos naciones, dos categorías de venezolanos, una inmensa baja de la iniciativa privada reflejados en los cierres de empresa; una comprometida situación laboral del sector público y privado; la ausencia de crecimiento y generación de fuentes de trabajo, resultantes de una asfixiante red de controles, trabas y barreras que impiden la satisfacción de las necesidades básicas de la población. La violencia política traducida como de Estado dificulta la definición de urgentes políticas públicas en beneficios de todos los venezolanos.
El Estado es instrumento de satisfacción y no de persecución; es la entelequia del servicio universal de todos, para y por todos y no una sierra de división política y social.
(@NegroPalacios)
Por Leonardo Palacios Márquez