El día que me quieras, la pieza más popular de José Ignacio Cabrujas, se ha vuelto a representar en Caracas. Este fin de semana comienza una nueva temporada en el Teatro de Chacao, con el mismo montaje que Juan Carlos Gené dirigiera para el Grupo Actoral 80. Todo es igual, la escenografía, el vestuario, los movimientos de los actores, el ritmo… todo, menos la interpretación de Héctor Manrique en el papel de Pío Miranda, el fracasado comunista que, a falta de un proyecto de vida, se pasa los años haciendo el relato de la épica soviética con el aire embelesado de los fans de las estrellas de Hollywood.
En esta ocasión, el Pío Miranda de Héctor Manrique está muy lejano del que en su momento encarnaran Fausto Verdial y el propio Cabrujas, quienes entregaron un personaje idealista, siempre en la mercurial línea entre lo trágico y lo cómico. Pero incluso el Pío Miranda del anterior Manrique es distinto de este que respirará en el Centro Cultural Chacao hasta el 21 de julio. El de ahora es menos llorón que el de antes, pero más desgarrado, más desesperado. La evolución del trabajo de Manrique, en contraste con el del resto del elenco, que conserva el registro tenso pero amable, dulcemente provinciano, lo hace aparecer anticlimático, un huracán de angustia en medio del salón de las hermanas Ancízar, donde la brisa filtrada por los helechos parece morigerar las frustraciones.
Este Pío Miranda no tiene el pantalón sobre el ombligo (como lo usaba Raúl Rodríguez Bauza, tío de Manrique, militante del Partido Comunista como Héctor, su padre). Todas esas marcas son insustanciales ahora, cuando el actor no quiere rozar la comicidad sino entregar con toda crudeza el dolor y la vergüenza de todos los Píos Miranda de Venezuela, malogrados pero honestos, fallidos pero dignos en su austeridad de hombres humildes, que no han trocado su oscuro empleo en una escuela nocturna por una jugosa canonjía en la dictadura de turno.
Este Pío Miranda está impregnado la consternación del venezolano decente, abrumado y perplejo, entre el descampado moral a que ha descendido el país. Tal es su perturbación por el hedor a corrupción que entra por las ventanas de las Ancízar, que parece un Dorian Gray, afeado y avejentado al tiempo que se deteriora el cuadro circundante.
Hay, sin embargo, un momento en que ese Pío Miranda parece recomponerse de su trastorno. Es cuando se dirige a Gardel (en insólita visita a la casa de las caraqueñas, durante su visita a esta ciudad antes de hacer una parada en Medellín con rumbo a la eternidad). Miranda le dice al Zorzal: “Su presencia en esta casa es un gesto afortunado propio de un gran artista popular”. De pronto ha adoptado el tono de un adulto, de alguien que se ha puesto al frente de su destino y ya no habla como un admirador de los embelecos del Hollywood estalinista, sino como un hombre que ha cobrado súbita conciencia de que su país es Venezuela, su realidad está aquí y no en un koljosz en Ucrania ni en el balcón de la zarina. De repente parece caer en cuenta de que su peripecia no merodea por los alrededores del Terrible sino que está amarrada a la tiranía del Bagre. Y, con desolada serenidad, se dirige a Gardel para advertirle a qué erial de la justicia ha traído su arte.
—Permítame decirle –es Pío Miranda levantando la mirada a Gardel– que hemos soportado durante veintisiete años una brutal dictadura, y que las cárceles de este país están llenas de gente decente. Que nuestro pueblo se muere de hambre y de paludismo mientras los jerarcas del régimen derrochan el dinero a manos llenas. Pero que en todas partes hay un espíritu combativo que en poco tiempo logrará imponerse (…). Cuando esto ocurra, y ocurrirá, téngalo por seguro, el gobierno popular lo invitará (…) para que su arte pueda ser escuchado por el pueblo y no por la banda de criminales que mayoritariamente llenó hoy el teatro Principal.
En estos días, un ministro célebre por sus carcajadas frente a las cifras de homicidios en Venezuela, mostró como logro del régimen la venta hasta el agotamiento de las entradas para el espectáculo de Beyoncé. Bienvenida sea la talentosa beldad norteamericana. Un día, algún Pío Miranda reunirá redaños para decirle que cantó, monumental y broncínea, no lejos de donde gemía Iván Simonovis su abominable presidio.
Por Milagros Socorro