A ver, amigo: usted, que es un incrédulo, que piensa que todo está perdido y que no hay nada que hacer, ¿cómo se lo digo para que no termine creyendo que soy un ingenuo o, peor aún, un redomado bolsa? La inquietud me surge con el canto de las guacharacas al amanecer y me acompaña durante el trayecto a la oficina mientras escucho las noticias en la radio del automóvil, y –por más esfuerzo que hago– no logro apartarla de mi mente durante el día. Mientras manejo por la autopista, miro a mi alrededor e intuyo que todos, absolutamente todos, por primera vez en quince años, compartimos ahora la misma preocupación. Desde el chofer del transporte escolar, pasando por el empleado bancario, hasta el médico que acude a su consultorio, todos acosados por el mismo drama: la quincena no alcanza, no hay repuestos, las medicinas brillan por su ausencia y nos acorrala la delincuencia, mientras en el país campean la corrupción y la anarquía. Presiento la identificación, tiene un sabor rancio y agrio. ¿Rabia o desesperanza?… ¿o una mezcla de ambas? La zozobra nos alcanza a todos, o a casi todos, a excepción de un grupito de privilegiados aferrados al poder.
Es en lo que nos han convertido, el resultado del proceso “revolucionario”. La preocupación se manifiesta de formas diversas, en distintos lugares, y de manera sencilla se expresa más o menos así: ¿cuánto más puede resistir el país esta calamidad?, ¿qué va a ocurrir el 6-D?, ¿van a reconocer la derrota? La angustia envuelve nuestras vidas como una sombra embrujada que se hace permanente, inamovible, insoportable.
Ahora bien, si usted es un escéptico practicante, es muy posible que hasta aquí nos traigan las coincidencias, y que a partir de ahora comencemos a diferir. Yo le diré que, aunque la tarea no está hecha, si hacemos bien el trabajo, por primera vez en todos estos años tendremos una gran oportunidad de ganar la elección de manera contundente y, finalmente, comenzar a producir los cambios que el país necesita. Y, con todo respeto, permítame suponer que, si usted es un buen incrédulo, de convicción, no tardará en responderme que tenemos todos estos años con la misma cantaleta, y que estos tipos nunca entregarán por las buenas. Y, entonces, yo le replico que no es cierto: las circunstancias han cambiado significativamente a partir del último año y plantean un cuadro electoral que nada tiene que ver con lo anterior: 1) nunca en estos quince años el gobierno ha ido a una elección perdiendo por un margen tan amplio; incluso, en muchos circuitos, la oposición aventaja por encima de dos a uno. 2) Nunca la situación económica y social ha sido tan desastrosa como ahora y las posibilidades de medidas inmediatas son ya inviables, causa del voto castigo que se manifiesta con toda claridad en las encuestas. Las grandes mayorías responsabilizan a Maduro y su gobierno de la situación. 3) El liderazgo en el oficialismo se fragmentó y se disipa ante el desastre después de la muerte del comandante. La tendencia luce irreversible.
Puedo suponer que, de inmediato, con legítimas razones, usted aducirá que esos argumentos funcionarían en un país normal, con reglas de juego claras y transparentes. Poco importa lo que digan las encuestas, harán trampa, están dispuestos a todo, como Jalisco: si no ganan, arrebatan.
—Es cierto, vamos en condiciones desventajosas, la trampa es una posibilidad cierta, pero con la brecha que hoy muestran las encuestas, lo cual –repito– no se ha visto nunca en estos quince años, cualquier marramuncia se complica. Hay que votar para ponérsela difícil –respondo yo.
—Suspenderán las elecciones –con el debido respeto, vuelvo yo a suponer su contestación.
—Pienso que es el peor escenario para el gobierno. Perderían su legitimidad de origen, que es la única carta que exhiben como sistema democrático –vuelvo y le digo.
—¿Y qué les importa? Ellos hacen lo que les da la gana –contesta usted, a punto de perderme la paciencia.
—Un gobierno impopular, sin dinero en medio de una crisis económica y social y desacreditado internacionalmente: no le arriendo la ganancia.
Y se me acabó el espacio para continuar la conversa. Respeto su escepticismo; solo espero que no les facilite el atropello y que vote el 6-D. Pero, por último, algo sí le digo: desde hace muchos años no sentía que todos, absolutamente todos, los que transitamos por la autopista compartimos una idea: este gobierno es un desastre. Venezuela necesita un cambio.
FERNANDO MARTÍNEZ MÓTTOLA