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Orden intencional y orden espontáneo

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Orden intencional y orden espontáneo

El ingenioso artículo de Ángel Alayón en www.

 

prodavinci.com, titulado «La protesta de los motorizados y Santa Teresa», vuelve a mostrar la preferencia cultural venezolana hacia el orden deliberado, emanado de una voluntad de poder y de unas intenciones, y su desconfianza hacia la idea de que el orden puede ser el resultado precisamente de lo contrario: de una situación en la que cada uno tiene el mismo grado de autoridad, por así decirlo. Suena feo esto cuando se sabe que los protagonistas de la nota de Alayón evocan, además de erizamiento capilar, la viva imagen del caos y la negación de cualquier orden, así que me explico. Los motorizados, por cierto, demandaban «autoridad» en el mercado, mientras simultáneamente protestaban por el monto de las multas que impone la autoridad de tránsito. Proclamaban, pues, una especie de teoría del «precio justo» universal, tanto para repuestos como para multas, sin tomarse la molestia de distinguir entre una mercancía y una sanción.

 

El argumento de Alayón apunta a descubrir que, dado que la regulación del mercado provocará escasez, puede anticiparse que esos mismos motorizados correrán mucho más riesgo de ser víctimas de delitos, se vuelven sus propios verdugos y actúan contra sus propios intereses (casi se les podría aplicar el análisis marxista de la falsa conciencia).

 

La dificultad venezolana para entender la noción de mercado proviene no tanto de su falta de experiencia con la estructura institucional necesaria para que el mercado funcione libremente, sino quizás de la imagen positivista de la política como un «poner orden» a las pasiones desatadas de una sociedad que por sí sola, librada a sí misma, sólo sabe vivir en desorden hobbesiano, cada cual para sí.

 

La idea de que las relaciones de mutua conveniencia entre iguales y libremente consentidas pueden generar equilibrios mucho más justos que los impuestos por una voluntad superior ­por más justa que se proclame­ es demasiado moderna para nuestro gusto.

 

Claro, falta el elemento moderno: la confianza en que el otro es igual a mí, o al menos se comportará como si lo fuera porque de lo contrario tendrá consecuencias indeseables administradas de acuerdo al convenio, que es el Estado, al que todos estamos sometidos por igual. Predomina el espíritu de casta o clan, en el que no son los individuos iguales con intereses iguales ­o igualmente válidos­ los que actúan sino grupos con intereses que se contraponen entre sí y que deben ser «regulados» por una autoridad superior que distribuye o reparte bienes y poder arbitrariamente. La nuestra es una sociedad de privilegios. La idea del bienestar social está paradójicamente atravesada por la de privilegio: las políticas públicas se conciben como una repartición de excepcionalidades, subsidios, ayudas o tratamientos especiales, y nunca como mecanismos para favorecer la igualación de capacidades.

 

El andamiaje legal e institucional tiene que precisamente tratar de procurar la igualdad en el poder de los agentes económicos, en vez de planificar su conducta.

 

La fallida desovietización de Rusia es un caso parecido: la nostalgia del comunismo está muy enraizada en la idea ­sólo la idea­ de un orden centralizado que eliminaría la diversidad y, por lo tanto, la incertidumbre de los intercambios espontáneos.

 

La idea de que el bienestar social o una economía próspera puedan ser el resultado agregado de miles de decisiones individuales que no persiguen por sí mismas el bien común es desagradable en sociedades que no han tenido la experiencia de la igualdad moderna, aunque hayan tenido la de la igualación por debajo de un poder arbitrario.

 

COLETTE CAPRILES

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