Arden ciudades en un país al sur del continente y en Venezuela, unos le gritan a la derecha mientras otros le gritan a la izquierda con igual ímpetu. En el medio de los dos alaridos, hay una población inerme que ya no quiere escucharlos. Un país que conoce de hogueras porque se ha ido cocinando al fuego lento de las promesas incumplidas, de las expectativas grandiosas, de los repetidos fracasos, de la ambición y la sed de poder de algunos, de la torpeza de otros, de la indolencia de todos.
Los dos grupos que dicen actuar en nombre de ese pueblo para gobernarlo acusan con sus destemplados alaridos de un lado al imperio y del otro al Foro de Sao Paulo, y muestran la misma e idéntica desconexión con esa masa sufriente que no encuentra para donde mirar ni a quien explicarle que sus problemas y angustias no se quitan con esos gritos. Que la desesperanza acumulada no se revierte volviendo ese conflicto que es nuestro en un conflicto del mundo entero, que no necesitamos superhéroes, ni superpotencias, ni escenografías de guerra, sino hombres y mujeres comprometidos con la realidad que nos pertenece y nos asfixia y que estamos obligados a cambiar.
Una mirada a las calles de nuestro desolado país, a esos rostros que fueron tan alegres, a ese gris que puja por imponerse a pesar del intenso sol del trópico que todavía resalta lo que fueron colores vivos, muestra los restos que va dejando ese fuego que desde hace tiempo arde con llama constante entre nosotros y que nos cubre con sus cenizas.
Quienes desde la dirigencia política que en nuestro país tiene tiempo mirando más hacia afuera que hacia adentro, oteando horizontes en lugar de volver la mirada hacia lo nuestro, gritan porque el mundo se incendia, extasiados con las llamas en las que quieren leer presagios que justifiquen sus épicas particulares mientras se distancian cada vez más de esa mayoría que tarde o temprano encontrará quien la escuche, quien tenga una estrategia que la involucre y la contenga y que le de forma a sus sensatas aspiraciones. Lejos del fuego.
Adriana Morán