El 30 de octubre leí en X un mensaje de la cuenta “La hija de don barredora”, que dice: “Hace unos años mi mamá escuchaba gritar un nene de 2 años. Varias veces, los gritos subían por el vacío del edificio. Ella llamó a la policía, en la 2da visita, descubrieron que el nene era abusado por el padrastro. Desde entonces, no me importa si en algún momento llego a incomodar a alguien, siempre aplico lo mismo que mi mamá: si escucho un niño gritando desesperado (incluso un animal llorando), llamo a la policía. Prefiero quedar como la sapa, a quedar como la persona que pudo hacer algo ante una desgracia y no lo hizo”. Sabias palabras. Recordé a mi papá que desde pequeña me inculcó que “siempre que estuviera frente a una injusticia, levantara mi voz, aunque fuera la única que lo hiciera”.
Hoy vuelvo a levantarla por los presos políticos. Y esta vez, en particular, por los menores detenidos. Hay discapacitados entre ellos, incluso un joven con TEA (Trastorno del Espectro Autista). Las consecuencias de esas detenciones durarán para siempre, sobre todo en él, que no tiene las herramientas cognitivas ni emocionales para entender qué le está pasando.
Leo que los padres esperando en las afueras de las cárceles escuchan gritos de auxilio. Probablemente los están torturando para obtener sus firmas en confesiones falsas. La tortura siempre es una violación grave de los derechos humanos. Pero cuando las víctimas son niños, el impacto es aún más devastador. Los regímenes que recurren a la tortura de menores infringen principios fundamentales de dignidad y humanidad que dejan cicatrices profundas y duraderas en las víctimas: daños irreparables en su salud mental y emocional, afectando su capacidad para llevar una vida plena y productiva.
El uso de la tortura contra niños es la parte más vil y sombría de las estrategias de represión y control social, que están destinadas a sembrar el miedo y sofocar la disidencia. Estas prácticas son condenadas por organismos internacionales como las Naciones Unidas, a través de la Convención sobre los Derechos del Niño y la Convención contra la Tortura, (ambas suscritas y ratificadas por el estado venezolano), pero estos esfuerzos son poco útiles cuando se trata de regímenes como el nuestro, que decidieron patear la mesa y huir hacia delante, llevándose lo que sea y como sea, con tal de permanecer en el poder.
Cínicas, por decir lo menos, las declaraciones del canciller venezolano Yván Gil, quien recientemente estuvo en Cali. Al ser interrogado insistentemente por la prensa nacional e internacional por las reiteradas denuncias de las violaciones de derechos humanos a las personas detenidas, entre ellos adolescentes y por razones meramente políticas, el canciller respondió que “en Venezuela existe un Estado de derecho que funciona, que trabaja, con instituciones que funcionan de manera armónica como la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo y otros órganos de justicia. Invito a que vayan a Venezuela, vean la paz y el crecimiento que estamos logrando”.
“Estado de derecho”, “armonía”, “paz”, “crecimiento”. Nada de esto es posible si la tortura persiste, menos aún si los torturados son menores. Todas las instituciones del régimen venezolano son cómplices si no hacen nada para erradicar tales violaciones. Ojalá que sus hijos -tan inocentes como los que hoy son torturados- siempre puedan crecer en un entorno seguro y respetuoso de sus derechos fundamentales.
Carolina Jaimes Branger
@cjaimesb
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