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Lidiar con la impotencia

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Lidiar con la impotencia

 

 

Sorprende, a estas alturas del drama nacional, la resiliencia de un pueblo en su inquebrantable deseo de paz frente a todo artificio de salidas mágicas

 

 

 

Acostumbrados o resignados a vivir en revolución, ciertos fanáticos de la destrucción añaden, al flagelo comunista, el auto flagelo de que “nos tiene que ir peor para que esto cambie”.

 

 

La impotencia tiene visos de violencia porque verdaderamente impotente no es aquel que no puede materializar nada, sino el que no puede hacer nada de provecho. Nos toca lidiar, pues, con un gobierno salvajemente impotente y con la bulla de algunos que, frente a su propia impotencia, reaccionan con brusquedad, salidas ya y ceses porque sí. Creen que la impotencia se inhibe con violencia y hechos de fuerza, cuando en realidad es la otra cara de la moneda.

 

 

 

Sorprende, a estas alturas del drama nacional, la resiliencia de un pueblo en su inquebrantable deseo de paz frente a todo artificio de salidas mágicas. Jóvenes han sido arrebatados por la violencia que genera la creciente descomposición social, pero la gente no se confunde y persiste, pacientemente, en la búsqueda de salidas pacíficas, conforme a un espíritu nacional que ni siquiera sabemos a ciencia cierta de dónde proviene.

 

 

Un tratado de paciencia

 

 

Cómo “áureo tratado” califican los expertos el ensayo sobre «La Paciencia» escrito por Tertuliano a inicios del siglo III d.C. Es fácil advertir que el asunto no haya sido estudiado para instruir a los demás sino para aplicárselo él mismo en sus funciones de gobierno. Indagó en la paciencia para reconocer los motivos que la elevan y distinguen de la indiferencia cínico-estoica.

 

 

Sobreponerse a una personalidad ardiente e impulsiva, en condiciones adversas, en lugar de endilgar culpas a la humanidad en vista de que las conductas humanas casi nunca son como uno aspira que sean. Tertuliano comprendió la necesidad de tolerar conductas originadas en la debilidad y la ignorancia más que en la maldad, si de veras deseaba conducirse como pastor. Sentía, además, el deber de combatir el desánimo y la tristeza de personas justas, por un lado, y moralistas débiles, por el otro que, deseando el bien de los demás, no sabían esperar ese gran bien de verlos libremente virtuosos, pese a la lentitud que entraña para algunos alcanzar el dominio propio, la superación de vicios, intereses encontrados y tantos otros escollos que dificultan la convivencia humana.

 

 

Como a tantos hombres y mujeres, Tertuliano entendió que el éxito de su actividad sacerdotal exigía sacrificar su ímpetu en el ara de la perseverancia amable y firme, es decir, en el altar de la paciencia que es “el valor que sabe sufrir y esperar”.

 

 

 

Virtud sin recetas

 

 

Ejercitar la paciencia parece un problema de amor desmedido. San Agustín –otro tratadista de esta áurea virtud– sugería fijarse en cuán duros trabajos y dolores soportan algunos por cosas que aman viciosamente. Por codiciar las riquezas, los vanos honores o pueriles satisfacciones “soportan, no por una necesidad inevitable sino por una voluntad culpable, el sol, la lluvia, los hielos, el mar y las tempestades más procelosas, las asperezas e incertidumbres de la guerra, golpes y heridas crueles, llagas horrendas. E, incluso, estas locuras les parecen, en cierto modo, muy lógicas”.

 

 

Desde luego, sufren de impaciencia quienes no saben lo que quieren, o no aman en demasía aquello que persiguen. El santo de Hipona aconsejaba la práctica de un “amor liberal” y no de un “temor servil”. Es decir, no basta con amar desmedidamente el bien que se aspira, es necesario amarlo sin temor, de modo perfecto, como quienes no esperan nada a cambio. La diferencia entre la codicia y el amor es que la primera ama para sí, mientras que el segundo ama por el otro y para el otro, llámese cónyuge, hijos, raza o nación. Por eso, la paciencia de los pobres no perecerá nunca. Pobre porque no busca nada para sí: he ahí el secreto de la paciencia.

 

 

Un líder paciente sabe llevar a sus seguidores por el camino del desprendimiento paciente de los resultados, con miras a que no vacilen frente a las dificultades. Insiste en la meta mientras los impacientes se quedan por el camino, quizás cuando llevaban la delantera. La política -lo hemos oído muchas veces- no es una carrera de velocidad sino de resistencia, es decir, de inteligencia. La paciencia es el fruto logrado de una inteligencia que sabe lo que quiere y una voluntad que permanece leal a ese querer.

 

 

Ahogar el mal en abundancia de bien

 

 

Los bienes de la paciencia son incalculables y duraderos. La perseverancia en el bien de una sola persona puede generar el mismo efecto de la piedra lanzada en el agua tranquila, cuyos círculos terminan abarcando el lago entero.

 

 

Cuentan analistas del caso Mandela, que Sudáfrica no fue rescatada de una espiral de violencia “por un simple grupo de líderes sabios”. Enumeran una “compleja combinación de interdependencias económicas e influencias culturales y políticas”, y una serie de instituciones claves –la iglesia, los sindicatos, la empresa– que convergieron en una solución de avenencia respaldada por la sociedad muy por encima de los pronósticos y análisis que se prevenían. Sólo hizo falta la paciencia y perseverancia de uno para activar toda esa fuerza de paz.

 

 

…La paciencia de uno que pasó 27 años preso, como para que no quede duda de que la virtud de las virtudes de un político debe ser la fortaleza que da el ejercicio de la paciencia. También es la virtud por excelencia del pueblo venezolano. Falta poco.

 

MERCEDES MARGARITA MALAVÉ GONZÁLEZ

Mmalave@gmail.com

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