No es fácil definir la democracia digital, según Consonni, pues la democracia implica, en efecto, “un conjunto de prácticas, estructuras, instituciones, movimientos”. Aun así, al cabo no se arredra y lanza su aventurada conclusión: Es la “práctica de la democracia a través de la utilización de instrumentos y tecnologías digitales con la finalidad de expandir e intensificar la participación democrática”.
Nadie duda, cabe admitirlo, sobre la capacidad de relacionamiento intensivo y extensivo que entre las gentes ocurre desde el instante mismo en el que toman cuerpo dominante las grandes revoluciones tecnotrónicas posmodernas, en lo particular a partir de 1989, sobre todo con el énfasis que adquieren treinta años más tarde, desde 2019, a raíz de la pandemia universal del COVID. Me refiero a las revoluciones digital y de la inteligencia artificial (IA).
Pero acudiendo al otro Susskind, no al Jaime del articulista mencionado, cabe reparar en algo que a aquél bien le inquieta y me facilita formular otra pregunta o hipótesis de trabajar a partir de una definición de la NASA, útil para comprender a cabalidad el sentido de la aporía señalada: ¿Podremos escapar – el poder y la democracia – del agujero negro, de cuya fuerza gravitatoria tan fuerte y superior a la velocidad de la luz tampoco escapa siquiera la propia luz?
La controversia científica sobre las leyes últimas de la naturaleza, a tenor de Leonard Susskind, autor de La guerra de los agujeros negros (2009), refiere que desde Einstein la relación espacio-tiempo se ha hecho flexible; no obstante lo cual Stephen Hawking imagina, en 1976, que los agujeros negros eran “las trampas definitivas” en las que, lanzados dentro de éstas un trozo de información, un libro, incluso un ordenador, los perdería para siempre el mundo exterior y de manera irrecuperable. Por lo que, “la ley de la Naturaleza más básica – la conservación de la información, base del conocimiento humano racional y de toda elección informada – estaba en serio peligro”.
in contrapartida ni contrapesos – como lo serían las «lugarizaciones», tras el restablecimiento de una sana conciencia de nación en Occidente – en la Ítaca posmoderna la globalización digital busca cerrar su círculo con personas-datos, sujetos-usuarios, no-cosas, disponibles por los algoritmos. No hay constancia, entre tanto, del advenimiento de otra hegemonía cultural sucesora de la hasta ahora existente y que declina, como lo predican los gramscianos del progresismo globalista, salvo sus fuegos artificiales que abruman sin que afecten el claro dominio expansivo de la gobernanza digital y unas élites globales sin rostro. Hasta los mercados competitivos de la economía se muestran como antiguallas y desaparecen, por efecto de las emergentes Tecnologías de Eliminación (TdE) dentro de ese novedoso capitalismo de vigilancia descrito por la socióloga Shoshana Zuboff.
Asdrúbal Aguiar