Al escribir sobre el año 2012, en mi libro la «Historia inconstitucional de Venezuela», narro que la vergüenza, al término de 14 años de «revolución bolivariana» y de socialismo del siglo XXI, pierde su sentido entre nosotros, los venezolanos.
Milagros Socorro, periodista cabal, hoy relata con mejor tino nuestra humillación infinita, luego de lo delatado por el verdugo mediático Mario Silva, espía del G2 cubano y ancla de Hugo Chávez en la televisión estatal. Dice que «nos han dejado sin las palabras necesarias para consolar el alma lacerada y dar inicio al relato que contribuya a saturar el país malherido». Silva desnuda su podredumbre y la de sus camaradas. Tras todo esto, lo veraz es que el militarismo, obra renovada del Zaratustra tropical que es Chávez, asume el poder real antes de que éste abandone su caja de huesos en tierra cubana, y de que los suyos le monten en Caracas un teatro mortuorio de utilería.
Hacia diciembre Chávez escoge a dedo al mascarón de proa o sucesor de impostura que es Nicolás Maduro -para complacer a los Castro- pero previamente le ordena al teniente Diosdado Cabello domesticar la sede de la soberanía popular, la Asamblea, y a Henry Rangel Silva -general de los perseguidos por la DEA- contener el poder de fuego de sus soldados.
A la sazón, desde el Tribunal Supremo -previéndose lo inevitable y para asegurar la voluntad testamentaria cierta del comandante presidente, uno de sus jueces, Arcadio Delgado, se ocupa de releer a Carl Schmidt, artesano constitucional del nazismo. Imagina la final construcción del Estado total que debe ubicarse, muerto aquel, más allá del hombre común y sus debilidades.
Es el fascismo, pues, la fuente en la que bebe apresurado Chávez guiado por Fidel -más astuto y perverso- antes de despedirse de este mundo y en la hora de «su gran desprecio», como para que la felicidad se nos convierta a sus compatriotas en nauseas infinitas.
Recrea en sí, en su momento postrero, las imágenes que desgrana el ideólogo del nacional socialismo y autor de Así habló Zaratustra, Friedrich Nietzsche. Y da gracias por el cáncer que sufre, pidiéndonos -cabe recordarlo- no subestimar la obra del filósofo germano. Marx ya no cuenta.
Nietzsche predica la muerte de Dios, dado lo cual todo cabe y la moral salta por los aires. Imagina al superhombre, quien enloquece a sabios y prudentes, distribuye las riquezas entre los pobres expoliando a quienes las tienen, y llama delincuentes a quienes hablan de «esperanzas sobreterrenales». Chávez, en un tris y al leerlo, se ve como el Sol, pero antes su ocaso.
Schmidt, para el juez del horror citado, le revela a los herederos de Chávez el valor nulo del individuo cuando se encuentra fuera del Estado, alejado de su referente necesario; en nuestra circunstancia, el propio Chávez, su historia, su memoria.
¡Que fuera de Venezuela y desde su hospital cubano nos gobierne sin respetar nuestra dignidad nacional, apenas le dice a éste, por atado a la lectura fascista, que somos infrahumanos: suerte de abismos entre el animal o mono que nos precede y él! Nada más.
Que más tarde grite como lo hace en el año 12 ¡Cristo, dame vida!, al verse finalmente tal cual es, hombre a secas, declinante, errabundo en suelo ajeno, gusano del laboratorio comunista, antes Sol y «superhombre», es la lección que también le deja el mismo Nitzsche,
A «los Silva», según la trama del catecismo que el mayor de los Castro le entrega a Chávez para su agonía, les resta el desahogo inevitable o la hilaridad de la locura. Por ello, desde cuando enferma el comandante presidente, vomitan éstos la desvergüenza y constatan que hasta el Sol se eclipsa, como reza el Eclesiastés.
El exfiscal Isaías Rodríguez es quien abre fuegos, desde 2012. Cuenta conocer, anticipadamente y por voz del fallecido presidente, sobre la masacre del 11-A. Y le siguen, llenas de un miedo que hace pandemia entre los revolucionarios, las confesiones del coronel Eladio Aponte, verdugo de la justicia penal socialista, quien acepta haber condenado por dicho crimen a unos comisarios inocentes y asimismo perdonado a narcotraficantes con vara alta en el Palacio de gobierno. No se ahorra las palabras.
Nada sorprende, en suma, que dentro de la trama aparezca, como epílogo, concluidas las pompas fúnebres, el esbirro mediático ya citado, buscando conjurar contra los herederos auténticos de su bien amado comandante, los «milicos», a quienes éste corrompe y les permite latrocinios de toda laya durante su vida y quienes luego se encargan de ejecutar a Silva. Entre tanto, nuestro Zaratustra disfruta su último pecado, desde la oscuridad de su cueva, escuchando el grito de socorro de sus «superhombres».
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Por Asdrúbal Aguiar