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La democracia no es una fiesta

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La democracia no es una fiesta

 

 

La verdadera democracia no reverencia al poder, no rinde pleitesía. Al contrario, le exige a quienes llegan a posiciones de poder un decir y un hacer caracterizados por tres virtudes: la dignidad, el respeto y la sobriedad

 

 

Es claro que hay muchos aspirantes a la presidencia. Algo magnético tiene la silla de Miraflores, algo que es como el canto de las sirenas.

 

 

Si todos esos aspirantes tienen derecho legal y moral, ah, eso es otro asunto para nada fácil de dilucidar.

 

 

En Venezuela no existen los perfectos. De hecho, no existen en el planeta Quizás porque no existe la perfección. Lo que sí puede y debe haber en este pedacito de tierra que pomposamente llamamos país es mejoría, progreso, evolución, que son precisamente las tres cosas que Venezuela no ha tenido en todos estos años de experimento revolucionario.

 

 

Aquí todos, sin excepción, cojeamos, de alguna de nuestras (cuatro) patas. En el terreno político no es diferente. Y como en muchas otras profesiones, los políticos (y los antipolíticos) tienen varios pecados o defectos de fábrica: el egotismo, la ambición desmedida, la incapacidad para el compromiso, la miopía mental, el inmediatismo. Eso sin pasearnos por la codicia y la falsedad.

 

 

Políticos hay muchos en Venezuela. Hay de todo tipo, color y sabor. Buenos, mediocres, hablapaja, mentirosos, capacitados, incompetentes, sabiondos, cobardes, valientes, inteligentes, ignorantes. En fin, para todos los gustos. De lo que hay poco, muy poco, es estadistas.

 

 

Desde que tengo memoria, el discurso inaugural de los presidentes se ha basado en que reciben la presidencia de un país en severa crisis. Tanto decirlo se convirtió en realidad. Ahora sí Venezuela está destrozada, ahora sí está quebrada, ahora sí tenemos gravísimos problemas de toda índole, ahora sí llegó la hora del crujir.

 

 

Es obvio que una democracia a medias, o un disfraz de democracia, no son la solución. Es también obvio que modelos no democráticos no resuelven los problemas en un país que de joven y pobre Capitanía General pasó a república emancipada sin comprender a cabalidad qué significaba eso.

 

 

La democracia es muy exigente. Demanda hombres y mujeres que entiendan que el estado y el gobierno no son su coto de caza privada. Pero también la democracia exige una ciudadanía en ejercicio, no contemplativa. Por supuesto que hay palabras que ya suenan a tópicos. Estos años dejaron su reguero de pólvora, de burlas, de rejas, de aniquilación. La destrucción también llegó al lenguaje. Y si alguien cree que las formas no importan, yerra.

 

 

La verdadera democracia no reverencia al poder, no rinde pleitesía. Al contrario, le exige a quienes llegan a posiciones de poder un decir y un hacer caracterizados por tres virtudes: la dignidad, el respeto y la sobriedad. La democracia no fomenta ni premia la desigualdad de oportunidades. Los países democráticos que realmente funcionan son aquellos en los que hay apenas un puñado de ricos (que invierten), una enorme clase media (creativa, trabajadora, poderosa) y un porcentaje pequeño de pobres. Esa clase de países trabajan mucho, no viven de las rentas y en ellos los servicios funcionan. En esos países, la ciudadanía (que no es lo mismo que la sociedad) está atenta, muy atenta al comportamiento y actos de los personeros de estado y gobierno.

 

 

Tenemos una democracia fantoche. Muy inculta, muy chabacana, muy carente de principios y valores y, para peor, dirigida por gente que enterró el espejo, botó el largavistas y se baña todos los días en una piscina de protuberantes placeres que comparten en las redes, para restregarnos en la cara su «éxito».

 

 

Hay muchos aspirantes a la candidatura de oposición. Algunos ya han expresado su deseo de participar en las primarias; otros, supongo, están esperando que algún iluminado encuestólogo le dé la señal de partida. Bien. Es importante el proceso, pero también el propósito y el fin. Es un viaje con destino, no un pedestre, ejercicio de popularidad transitoria.

 

 

Eso lo debemos tener claro. Tiene que haber reglas y compromisos públicos. Y dejar de decir que esto es una «fiesta de la democracia». La democracia no es una fiesta.

 

 

Soledad Morillo Belloso

Soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob

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