Aferrarse a la rabia es como agarrar un carbón ardiendo
con la intención de tirarlo a alguien; eres tú quien te quemas.
Buda.
He sentido la necesidad, en estos extraños días de extrañas elecciones, de ver nuevamente la película Las horas más oscuras, genialmente actuada por Gary Oldman. La misma se centra en el ambiente que vivía Inglaterra cuando —en 1939— un Hitler empoderado se preparaba para invadir Polonia y de allí en adelante avanzar y ocupar todo el continente europeo. Aquella Europa vivía realmente sus horas más oscuras. Tres dictadores sin límites para las crueldades más extremas y el genocidio impune, decidían las vidas y destinos de millones de seres humanos: Adolf Hitler, Benito Mussolini y Iósif Stalin. Y un solo hombre, Winston Churchill, logró con su sentido de la responsabilidad, con su visión política, patriotismo genuino y valentía moral, cambiar el curso de la historia.
Una vez derrotado el nazifascismo y creada la Organización de Naciones Unidas, en su Asamblea general celebrada en París en diciembre de 1948, se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la cual transcribiré solo sus tres primeros artículos:
Artículo 1. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
Artículo 2 .Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía.
Artículo 3. Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.
Surgió entonces un nuevo mundo con esperanzas y optimismo, Europa se fue recuperando de la devastación de la guerra con la ayuda de los Estados Unidos de América. Ese mundo comenzó a enterarse lentamente de la catástrofe humana que significó la muerte de más de 50 millones de personas entre ellas el asesinato programado de 6 millones de judíos, además de un número no cuantificado de gitanos, eslavos, enfermos mentales y homosexuales. Todos aquellos que las leyes raciales de la Alemania nazi y de la Italia fascista consideraban razas y seres inferiores sin derecho a la vida.
Mucho ha llovido y se ha movido desde aquellos años de esperanzas por un mundo mejor. Nadie podía vaticinar los cambios que se producirían en las relaciones humanas y entre países por los avances tecnológicos. Nadie imaginó que millones de seres humanos sumidos en la miseria, acosados por el hambre o perseguidos por la violencia tendrían que abandonar sus países de origen en pateras (los africanos), en balsas (los cubanos) o acudir al cuasi suicidio de cruzar la selva de Darién para llegar a los Estados Unidos (venezolanos, la mayoría). Nadie fue capaz de suponer que un mundo que había acogido la democracia como su forma inalterable de vida, llegaría a despreciarla y arrojarla al basurero para entregarse en brazos del populismo autoritario o del neofascismo. Este es el mundo que vivimos, el de los indignados cuyo voto está movido por la rabia y el resentimiento.
El diccionario de la RAE define la indignación como «enojo, ira o enfado vehemente contra una persona o contra sus actos». No se agrega algo que es inseparable de la indignación: la incapacidad de razonar. El iracundo quiere vengarse y no razona sobre las consecuencias de sus actos. Con incitación y engaño a los indignados de Venezuela, llegó Hugo Chávez a la presidencia en diciembre de 1998. Fue un caso clásico de populismo militarista que conduciría al país democrático, relativamente próspero y asomado al desarrollo que era Venezuela a ser una autocracia destructiva de sus instituciones, de su infraestructura y de su tejido económico y social.
Indignados por la corrupcion de los gobiernos de Lula Da Silva y Dilma Rousseff, los brasileros eligieron en 2018 a Jair Messias Bolsonaro. Nunca un segundo nombre fue más adecuado para la personalidad de su portador: militarista, fanático religioso, homófobo, machista y absolutamente despectivo con la conservación de la Amazonia y del medioambiente en general. Y esos indignados, ya transformados en rabiosos crónicos, fueron la casi mitad de los electores que de nuevo confiaron en Jair Messias. Un dilema electoral terrible el de Brasil: elegir entre el malo y el peor.
Indignado el pueblo salvadoreño que apoya las tropelías de su presidente Nayib Bukele porque ha hecho de la lucha contra la delincuencia su bandera. Lucha que como todas las promesas estrafalarias, se centra en violación de los derechos humanos y de la Constitución de su país que prohíbe la reelección indefinida. Indignados los italianos que eligieron a Giorgia Meloni, reencarnación femenina de Mussolini: homófoba y racista además de xenófoba. Su éxito se ha basado en una campaña de odio a los inmigrantes. Indignados quienes eligieron a Gabriel Boric en Chile y a Gustavo Petro en Colombia, aunque hasta ahora ninguno de los dos ha dado muestras de apartarse de la Constitución de sus países. Pero tampoco de poder resolver los problemas que les dieron el triunfo.
Indignarse no siempre es negativo, hay indignaciones no solo justas sino también necesarias y urgentes. Las de las mujeres y hombres de Irán que se han levantado contra la tiranía islamista de los Ayatolas, esa que hace de las mujeres simples cosas que pueden ser asesinadas por llevar el velo torcido. Y la tardía pero imperativa de los cubanos que hoy salen a protestar por la oscuridad no solo eléctrica sino total en que ha estado sumida su patria desde hace 63 años.
Paulina Gamus
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