Desde el 4 de febrero de 1992 hasta el 5 de marzo de 2013, cuando se rindió ante los dictados del destino, Hugo Chávez Frías frecuentó la escena política venezolana. Desde joven sucumbió a la ambición de poder, y desde joven conspiró para conquistarlo. Probó primero con el golpe de Estado militar y terminó en fracaso. Pero el fracaso fue su salvación.
Una junta de gobierno, ¿presidida por un notable?, no habría sobrevivido 48 horas. No obstante, el clima político le fue propicio. A la conspiración militar se juntaba la conspiración civil, como si el país se hubiera fatigado de la democracia –y no faltó quien la cuestionara a fondo–.
Y en medio de la gran confusión capitaneada por los “notables”, el prisionero de la cárcel de Yare veía crecer su popularidad. Vino el sobreseimiento, el perdón, el pase de página, el olvido.
Hugo Chávez Frías se enfrentó a sí mismo, el profeta desarmado que decidió recorrer calles, conversar con la gente, transitar el mapa, discurrir en las esquinas. Entonces Hugo Chávez descubrió a Hugo Chávez.
A partir de entonces las masas populares tuvieron un caudillo. La democracia le abrió de par en par las puertas del poder. Y como si hubiera llegado el gran salvador del pluralismo, lo rodeó y aupó la más contradictoria alianza de intereses contrapuestos. No pasaba de ser un espejo de la crisis política. Sorpresa: las masas le ofrecían lo que le negaron los tanques de guerra.
En las elecciones de diciembre de 1998, resultó elegido presidente de Venezuela. Al posesionarse en febrero de 1999 y entrar en Miraflores, percibió que el poder conquistado no le sería suficiente para su permanencia en la conducción de la revolución.
Y la revolución había llegado para quedarse. Había allí una contradicción y se esmeró en resolverla. A partir de entonces, no cesó nunca en el control de todos los poderes del Estado.
Impuso la reelección indefinida. Ningún presidente había tenido antes ni su dominio ni su influencia. Dibujó el Estado a su imagen y semejanza. Y esta es una de las herencias que acaba de dejarnos.
Necesariamente, los poderes del Estado deberán retomar el equilibrio y la independencia que garantizan la soberanía de la nación. Sin contrapesos entre los poderes, la democracia es una ficción.
Si a Chávez lo movió una gran ambición de poder y lo conquistó de manera absoluta, de algún modo el país político y el país no político lo acompañaron en el empeño. No pocos confiaron en él su redención. De manera excepcional, contó durante más de una década con precios petroleros que superaron siempre los cien dólares el barril, algo que en otras épocas no fue imaginado. Esto le permitió al Presidente llevar a cabo programas populares de diversas categorías, dentro y fuera de Venezuela.
Quizás la diversidad y la improvisación no fueron las estrategias más adecuadas. Los expertos observan que las misiones, por ejemplo, son ensayos fatalmente condenados al vaivén de los ingresos del Estado, y que una vez mermados todo se viene abajo, y tal comienza a ocurrir. Como en tantos otros aspectos, el dogmatismo no permitió una evaluación ponderada.
Hugo Chávez Frías se consagró como un caudillo popular. En la era mediática, fue un político mediático como no habíamos conocido otro antes. Estaba bien dotado para estos ejercicios, conocía el folklore, la poseía y la música popular, el contrapunteo, cantaba, bailaba joropo, tenía una memoria prodigiosa. Leía y frecuentaba los libros y se enorgullecía manoseándolos.
Quiso cambiar el mundo y también cambiar la historia. Sobre todo quiso cambiar la historia. Reescribirla de manera que el rompecabezas pudiera armarse para la gloria de la revolución bolivariana y de sus objetivos de prolongada dominación de la sociedad venezolana.
Hugo Chávez Frías quiso cambiar el mundo y no le faltaron razones.
Ocurrir a la OEA después de sus sistemáticos asedios casi sería un despropósito. Invocar la Carta Democrática Interamericana no podría hacerse sin una toma de conciencia de la región, absorbida por los negocios petroleros y el pragmatismo.
Igual sucede con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Con su silencio reverencial (y su aquiescencia) los jefes de Estado de América Latina y del Caribe acompañaron al presidente Chávez en los funerales del sistema regional.
En materia internacional el Presidente extremó la generosidad, tanto que este permanecerá como un capítulo poblado de interrogantes. Quiso cambiar el mundo, digo, y mucho quedó como proclama.
A veces aparecía como un solitario empeñado en cruzadas que pocos compartían, o en las que hipócritamente sus pares lo acompañaban de modo ceremonial. La idea de la integración de América Latina naufraga en las rivalidades del Sur y en los intereses creados o los dogmas políticos.
Ver a Hugo Chávez Frías como una figura histórica nos permitirá la perspectiva necesaria para una comprensión de su papel en la historia venezolana, sin despojarlo inútilmente de las controversias y de las divisiones que han prevalecido a lo largo de los veinte años de su protagonismo como personaje de primer orden. Su legado perdurará porque tuvo el privilegio de convertirse en el gran profeta del pueblo.
Nadie podrá negarle el singular coraje con el cual resistió el mal y procuró vencerlo hasta el último respiro. Quiso vivir largos y prolongados años, transformar su país e, inesperadamente, el destino lo dejó a medio camino. La historia venezolana no registró antes un drama como el suyo
Simón Alberto Consalvi