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Highlander Barber Shop

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Highlander Barber Shop

Este sitio es extraño. Al entrar, en lugar de huir, quedé atrapado por las sonrisas de dos voluptuosas barberas cuyos cuerpos incitaban a la lujuria y a la perdición. Highlander es el nombre de este lugar.

 

 

 

Yo era bello. Muy bello. Tenía dinero, mujeres y cabello a granel, hasta aquel aciago día en el que descubrí esta barbería en Vista Alegre.

 

 

 

Un atlético y apuesto joven con pinta de mayordomo italiano me ofreció coñac de una botella añeja. Giuseppe, así se llama este joven quien recibe a los incautos en la barbería Highlander.

 

 

 

Las dos damas, Zulma y Milagros, tijeras en mano, traían bizcos a los hombres ante tanto erotismo. Al afeitarlos, impúdicamente acercaban sus dos enormes cocos a los rostros de sus clientes. Luego, al ir hacia el lavamanos, dejaban expuestos los pompis más perfectos que hombre alguno haya podido ver. Aquello parecía un ballet de lujuria, carne, tijeras, navajas, cocos y pelos al aire.

 

 

 

Me senté en una mullida silla tapizada en sensual terciopelo rojo. Entusiasmadísimo esperé mi turno.

 

 

 

Giuseppe, el adonis italiano, amablemente me sirvió otro coñac. La espera se hizo larga. Deseaba ser la siguiente víctima de estos monumentos.

 

 

 

De pronto, en perfecto italiano, un señor bajito entró cantando La Donna è Mobile. Sus ojos, inyectados en sangre, estaban enmarcados sobre espeluznantes ojeras. Su mano derecha era peluda y blandía con pericia una afilada navaja. Con la izquierda, sostenía un frasco con un líquido rojo. Su mirada se clavó en mí, y con la intimidante voz de Marlon Brandon como Don Vito Corleone en El Padrino, ordenó:

 

 

—¡Que pase el otro!

 

 

Giuseppe me arrojó a la silla del barbero. Parecía la silla eléctrica.

 

 

—Domingo Bianco, así me llamo.

 

 

—Señor Domingo –susurré aterrado– a mí me gustaría…

 

 

 

—¡Silencio! –sentenció colocando su navaja en mi garganta–. Aquí, a quien tiene que gustarle algo es a mí.

 

 

 

Y con demencia me echó tijera y navaja mientras me mojaba con un adictivo líquido rojo. En el suelo, vi pedacitos de lóbulos de orejas y una que otra verruga sangrante.

 

 

 

Domingo puso un espejo detrás de mi cabeza y casi me desmayo ante el desmán que hizo.

 

 

 

Giuseppe y las barberas, reían como poseídos. Corrí a la calle.

 

 

 

Por culpa del barbero loco de Vista Alegre, soy un hombre feo, calvo, limpio y sin mujeres. Me dediqué a la bebida y a apostar a los caballos. Me hice adicto al misterioso líquido rojo y no puedo dejar de ir a esa barbería.

 

 

 

¡Qué ironía! Por cortarme el cabello, mi vida se ha puesto muy peluda.

 

 

 

 

 

Claudio Nazoa

 

 

Por Confirmado: Francys Garcìa

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