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¿Hacia una nueva teoría del estado y de los partidos?

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¿Hacia una nueva teoría del estado y de los partidos?

 

En mis primeros pasos dentro del periodismo de opinión, hace más de medio siglo, escribía para la agencia internacional de noticias IPS sobre lo que entonces advertía Roberto Papini – el fallecido fundador del Instituto Internacional Jacques Maritain – a inicios de los años ’70. Mirando sobre la experiencia modeladora de la democracia cristiana en Italia, apuntando a los partidos como instrumentos de vinculación entre la sociedad civil y la sociedad política, apreciaba, de su lectura, que se estaban trasformando en diafragmas impermeables entre una y otra sociedad.

En el caso de la democracia cristiana, temía yo que perdiese la singladura de universalidad característica de su ideario, en la medida en que cedía el debate frente a los totalitarismos del siglo XX. Otras formas de prosternar a la dignidad ordenadora de la persona humana siempre estarían a la orden, al ceder la controversia ideológica y verse sustituida por el choque de los intereses económicos y el poder político, tal como se demostraría.

La crisis y el agotamiento del sistema de partidos se advertirá en Venezuela a partir de 1989, cuando finaliza el último gobierno abiertamente partidario, una vez como los gobiernos que ocupan la década siguiente a la caída del Muro de Berlín ejercen sus mandatos en abierta confrontación con los liderazgos de los mismos partidos históricos de los que provienen los presidentes. No será un fenómeno exclusivo de Venezuela. La fragmentación partidaria caracterizará también al conjunto de América Latina y Occidente, a partir del declive italiano.

Los líderes de los grandes partidos que surgen de la posguerra – la Democracia Cristiana de Andreotti y el Socialista de Craxi – verán a sus líderes perseguidos por lo que se llamaba la «dictadura de los jueces»; acaso como el preanuncio del hoy denunciado «Lawfare».

Basta la referencia de una juiciosa tesis sobre la cuestión, a manera de resumen de ese hecho histórico, al término de la Primera República italiana: “La sociedad italiana, que finalmente había entrado en la fase postindustrial, se estaba adaptando a una nueva era y, como afirman el «Corriere della Sera» de Milán y «La Stampa» de Turín, asistimos a una progresiva “desconexión entre sociedad civil y sociedad política”, escribe Carolina Polzella. Y agrega lo que ve de vertebral a la cuestión: “El advenimiento de la multiplicidad de clases sociales y grupos de interés, que constituían un tejido social particularmente homogéneo…”. Toda la máquina del partido – lo refiere como idea general en el capítulo sobre la democracia cristiana – se atascó”.

En efecto, ocurre lo que tanto hemos repetido como propio de la modernidad. La emergencia de un proceso de deconstrucción cultural y de intentos de fractura de las raíces judeocristianas y grecolatinas en Occidente, que entre los italianos se manifestaba como la ocurrencia de cambios estructurales profundos en su configuración geopolítica y cultura.

Entre nosotros, en Venezuela, El Caracazo y el 4F propulsaron, como vía de solución adecuada pero que llegaba con retardo, la de la localización de lo político a través de la elección directa de gobernadores y de alcaldes, y el nacimiento de partidos regionales que llegarán a su término con la Revolución Bolivariana. Se transforman en franquicias mientras emerge un partido oficial único – el PSUV – que, tampoco, es un partido sino una dependencia ministerial de la dictadura.

Lo de considerar, aquí sí, a la luz de la experiencia venezolana actual y tras una tradición venida desde el siglo XX, cuando la nación primero descubre su rostro en los cuarteles de la república y luego madura dentro de los nichos partidarios de la democracia civil, puedo decir que tal circunstancia – la del diafragma partidario, que al término hace de la política un oficio, olvidando su propósito de servicio – es la que le ha impedido a la nación, hoy pulverizada y nómade, darle su necesario soporte y contenidos a la institucionalidad de la república; haciéndose de esta, aquí sí y de modo sistémico, una verdadera síntesis e instrumento de mediación y conciliación social, bajo el denominador común de la venezolanidad. Es el asunto o cuestión que resuelven María Corina y Edmundo, reconstituyendo la clave del afecto social perdido y vuelto saña de caínes.

La república y la nación han marchado por sendas antagónicas, acaso por un sino: ¡la república nuestra emerge sin nación, por ser Venezuela un país despoblado y de poco interés a finales de la colonia, y al haber entregado sus vidas los pocos habitantes de nuestro territorio durante las faenas de la guerra fratricida por la Independencia! El habitar la patria es la empresa que mayor empeño nos toma a partir de 1830, bajo José Antonio Páez, y durante las dictaduras de Juan Vicente Gómez y de Marcos Pérez Jiménez, en el siglo XX. Al término de este siglo, madurada y modernizada la nación – me lo recordaba el historiador y expresidente Ramón J. Velásquez – las gentes abandonaron sus viviendas para irse a la calle, decididos a no regresar.

El asunto es que, tratándose del Estado moderno, al que los partidos sirvieran como correas de trasmisión, la emergencia de la Aldea Global y las grandes revoluciones contemporáneas de la técnica y la información instantánea – junto a los problemas que implica el inevitable desmantelamiento de las fronteras jurisdiccionales de aquél, incluida la transnacionalización del terrorismo y la criminalidad – han desnudado a éstos y a aquél, demostrando sus incapacidades y debilidades para asumir, por sí solos, los grandes desafíos de la globalización.

Al propio Estado se le ve como un peso muerto a la hora de resolver sobre las exigencias variables y urgentes de la cotidianidad. Y, al efecto, el fallecido Papa Ratzinger, Benedicto XVI nos enseña, en Caritas in Veritate, que “en nuestra época el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios de producción materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder político de los estados”, precisa.

 

Asdrúbal Aguiar

 

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