Francisco y el debido proceso

Francisco y el debido proceso

 

Sin hablar ex cathedra, con la sencillez que lo caracteriza y la claridad propia de un maestro, el Papa Francisco, en su alocución a la sociedad de Paraguay, el 11 de julio, en pocas palabras, dictó una magistral lección sobre la justicia y una de las garantías judiciales permanentemente invocadas por legos y juristas: el debido proceso.

 

 

En síntesis, producto de su condición de pedagogo, conocedor de nuestra realidad latinoamericana y sin las complicadas explicaciones de los abogados que nos expresamos en incomprensible lenguaje para iniciados sobre asuntos que nos conciernen a todos, con referencia a la verdadera “cultura en un pueblo y de bien común”, apuntó, de manera sencilla y contundente, que “debe haber juicios rápidos, juicios claros, juicios nítidos”, añadiendo que “la justicia es nítida, clara y eso nos va ayudar a todos”. Con esas líneas y esas palabras recogió inquietudes que le habían sido planteadas antes de entrar al auditorio y expresando respetar a las autoridades presentes, les dejó esa profunda reflexión.

 

 

Mucho se ha escrito sobre el debido proceso a tal punto que el tema se ha vuelto tan complicado que ya nos hemos transado por mencionarlo como un estribillo carente de contenido.

 

 
Francisco lo ha precisado: el debido proceso, que no es otra cosa que un juicio justo, demanda rapidez, claridad, nitidez. Hasta la saciedad se ha repetido que una justicia demorada es una justicia denegada, que un sistema de justicia enrevesado, kafkiano, constituye su negación y que la justicia, sin más, demanda una respuesta incuestionable, transparente, nítida, rápida y, habría que añadir, al alcance de todos, lo cual se garantiza con la intervención de un juez imparcial que decida conforme a la ley y a su conciencia.

 

 

No hay justicia cuando los procesos se vuelven interminables, resultando una burla los lapsos procesales de actos que o, bien se difieren una y otra vez, apelando a las más burdas excusas de la falta de traslado del preso, de la enfermedad del juez, de la audiencia coincidente del fiscal o, simplemente, de un cartelón en la puerta del tribunal que señala “no hay despacho”.

 

 

Desconocer estas exigencias mínimas de la justicia, sencillamente, hacen que esta desaparezca y, como decía San Agustín, que los reinos se conviertan en grandes latrocinios.

 

 

En Venezuela los procesos se prolongan sine die y pueden pasar meses y años para llegar a una audiencia preliminar, antesala para decidir si se va o no a juicio, admitiendo la acusación del fiscal o rechazándola. La rapidez de los procesos es una mera ilusión, un desiderátum de los docentes y teóricos del COPP que creyeron que en un corto lapso se podrían llevar adelante las investigaciones y que un juicio seria público, abierto, rápido, produciéndose una sentencia en breve tiempo con la menor afectación para el procesado quien, considerado inocente mientras no se dicte una sentencia de condena, debe permanecer en libertad y tener la oportunidad de ventilar en un juicio público sus argumentos de defensa para ser contrastados con los alegatos del fiscal.

 

 

A esto se quiso referir Francisco con la justicia rápida, transparente y nítida.

 

 

La justicia rechaza las triquiñuelas, las presiones del poder, los dictámenes y condenas públicas de los que no son jueces y, desde la tarima del poder, condenan sin juicio a quienes se atreven a disentir públicamente cuestionando la actuación de los servidores públicos.

 

 

Francisco está muy claro y conoce de primera mano cómo se bate el cobre en la realidad de nuestros tribunales.

 

 

A su breve referencia a la justicia añadió no saber “si eso existe acá o no, lo digo con todo respeto”, aunque muy bien sabe que debe existir en el país en el que pronunció estas palabras y es también lamentable realidad que vivimos otros países, como Venezuela, en donde brilla por su ausencia la justicia, se manipula en función de intereses políticos, se extienden los procesos sin razón alguna o se instauran mecanismos “express” en los cuales se convence al acusado preso que más le vale evitar el juicio y admitir los hechos para lograr de una vez una condena, importante a los fines de la estadística, y que, en definitiva, resulta menos costosa que un juicio que sencillamente puede no terminar nunca.

 

 

 Alberto Arteaga Sánchez

aas@arteagasanchez.com

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